Bucarest

Publicado el

En Bucarest, a la caída de la tarde, el aire fresco de mayo olía a tilos florecidos. La imaginación, por sí sola, no produce más que lugares comunes. Uno dice la palabra Bucarest y se imagina una capital de la Europa del Este, entre austrohúngara y comunista, con edificios masivos, deteriorados y severos, con un tiempo que suele ser de invierno gris. Pero Bucarest, cuando se llega desde el aeropuerto, en una tarde de sol, parece una ciudad del Levante, quizás de Grecia o Turquía, aunque poco a poco se vuelve francesa, La París de los Balcanes, como dicen los guías. Uno llega a Bucarest, como a tantos otros sitios, con su carga de lecturas y de expectativas literarias, que tampoco le sirven de mucho, porque casi nunca una descripción se parece a la realidad. Yo venía con mis lecturas, sobre todo las de los diarios de Mihail Sebastian y los libros de Norman Manea, y con el recuerdo de mis conversaciones con él, y también el de una novela rara y en parte fallida de Saul Bellow, El diciembre del decano. En los diarios de Sebastian está la Bucarest afrancesa y art déco de los años treinta que poco a poco se transforma en el escenario de una pesadilla; la hermosa ciudad de cafés y caminatas con amigos a altas horas de la noche sumergida de un día para otro en una negrura de disidentes y judíos perseguidos y delatores y pistoleros fascistas. Bellow, que estuvo en Bucarest hacia 1980, cuando todavía duraban las ruinas del terremoto de 1977, dibuja una ciudad de fachadas en ruinas, de marrones y grises que derivan al negro en anocheceres luctuosos a las tres de la tarde. Para Norman Manea, Bucarest es la ciudad del miedo en los años de Ceausescu, la capital todavía llena de bellezas pasadas de su primera juventud, la ciudad reconocida y a la vez extranjera a la que volvió después de muchos años de exilio.

[…]

Seguir leyendo en EL PAÍS (04/06/2016)