Ayer pasaba el fotógrafo Jorge Represa su último día en Nueva York. Ha estado cinco meses en la ciudad, estudiando inglés con coreanos y taiwaneses y levantándose muy temprano para echarse a la calle y hacer fotos. Los fotógrafos me llaman mucho la atención. Me gusta observar cómo se fijan en las cosas. Cuando más fotógrafos son es cuando mirar a su alrededor y tienen la cámara en la mano y parecen haberse olvidado de ella. Le pasa a mi querido Ricardo Martín, con el que he hecho algunas excursiones de miradas. Ricardo se acomoda en el sillón de una terraza y mantiene la cámara en el regazo mientras toma una caña. Están como en otra cosa y de pronto se llevan la cámara a la cara y hacen una o dos fotos y vuelven a la misma quietud, como una rana serena y alerta al paso de un insecto.
Jorge es un fotógrafo con un gran instinto poético. Atrapa siempre un instante insospechado, fugaz y como fuera del tiempo. Durante muchos años hizo retratos para suplementos de prensa, cuando los suplementos dominicales estaban cuidados y se preocupaban de mantener la dignidad visual. A mí me hizo uno en Granada, allá por 1991, sentado en un escalón, con un gato al lado. El gato fue un golpe de azar, pero se convirtió en el espíritu de aquella foto. A él le sorprende que me acuerde. Una vez esperó cuatro horas en un restaurante italiano a que Pavarotti terminara de comer. Cuando por fin los recibió a él y al entrevistador, Pavarotti estaba en un salón, junto a una chimenea encendida, ahíto de comida, ocupando masivamente el único sillón que había por allí. De vez en cuando se le caía la cabeza y empezaba a roncar. El asistente urgía a Represa y al redactor a ausentarse para que pudiera descansar el maestro. Al cabo del rato les avisaba: el maestro había despertado. Continuaban la entrevista, y el maestro se dormía de nuevo, arrullado por los vapores de su formidable digestión. El asistente entraba y les hacía salir.
Este último año Represa se ha dedicado a ir de un sitio a otro tomando fotos. Pasó unos meses en Buenos Aires, luego otra temporada en La Habana. Tras la temporada en Nueva York tiene que volver a España, a buscar algo. Es una mala época para los fotógrafos, incluso para los mejores. Ayer por la mañana le di un paseo por mi barrio, que le sorprende por lo vecinal y tranquilo, más todavía en el domingo de sol. Estuvimos en el mercado de los granjeros, en el mirador sobre Harlem que hay en lo alto de Morningside Park, en la tumba de Grant, en el Sakura Park, donde ya han florecido los almendros regalados por el Japón a la ciudad de Nueva York, en las zonas salvajes de Riverside Park, frente al río. Le señalo la torre de la iglesia de Riverside en la que hay un nido de halcones. Represa charla, se fija mucho, se para de pronto, hace una foto, sigue andando. Dice que ahora que tiene que irse siente que está encontrando por fin la manera de retratar la ciudad, que ha sentido el click de una inspiración nueva. Me cuenta cosas de Buenos Aires y La Habana y dice con una mezcla de entusiasmo y asombro: “El mundo entero está por contar”. Está resuelto a volver, pero no sabe cuándo. Le da pena irse ahora que se le han abierto los ojos. Mirar bien es muy difícil. Hace una foto y es como si hubiera garabateado un haiku o atrapado una mariposa. Cuando le pide a alguien permiso para tomarle una foto lo hace con una extraordinaria cortesía, una delicadeza que disuelve el feroz recelo neoyorquino.