Cécile & Freddy

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Siempre sorprende que en músicas tan minoritarias y tan exigentes para quien las hace como el flamenco y el jazz no paren nunca de aparecer talentos jóvenes. Llegar a ser un cantaor flamenco o un intérprete de jazz simplemente normales requiere una entrega y una dedicación enormes, y ofrece muy pocas recompensas, porque es raro el artista que en cualquiera de esos dos campos puede tener una carrera que le permita vivir no ya con holgura, sino con un mínimo de dignidad. Yo he visto al legendario Ron Carter tocando en un restaurante nada caro que me gusta mucho en University Place, The Knickerbocker. Las primeras veces que vine a Estados Unidos me llamaba mucho la atención que maestros que hacían giras por teatros de Europa aquí tocaran en clubes pequeños.

Pero algo tienen estas músicas que no falta nunca quien elija dedicarse a ellas y las sacuda desde dentro con la fuerza de su juventud. Me acuerdo del estremecimiento de escuchar en persona por primera vez a Rocío Márquez, que no tenía ni 25 años. El sábado, en la sede de Jazz at Lincoln Center, vimos a una cantante de la que Elvira me había hablado mucho, Cécile McLorin Salvant. Cantaba en un recital del pianista Bill Charlap, Broadway to Harlem. Charlap toca siempre en un trío con un bajista y un batería que son altos, negros, corpulentos y calvos, y que se llaman los dos Washington de apellido, y a pesar de todo eso no son hermanos. El sábado lo acompañaban además el clarinetista Ken Peplowski y el apabullante saxo tenor Houston Person. Pero la bomba fueron los dos cantantes invitados: Freddy Cole, que tiene 84 años, y Cécile McLorin Savant, que tiene 26. Encorvado, lento, severo con su traje oscuro, arrastrando los pies, Freddy Cole cantó con el estilo de los viejos shouters howlers del blues, los que convertían el canto en salmodia y en grito. Cécile McLorin sólo puede conocer de oídas y lecturas el mundo en el que se crió Cole, el de la marginalidad social y la edad de oro de la música que nació en ellas. Y sin embargo, cuando canta parece que se remonta a tiempos muy lejanos, y que trae consigo toda su tradición al presente, sin rastro de pastiche ni de arqueología. En la voz de McLorin uno reconoce la estela de las magníficas pioneras del blues, Ma Rainey, Bessie Smith, su capacidad de desgarro y de provocación y humorismo. Pero también viene de Sarah Vaughan y de Carmen McRae, de una técnica infalible y una agilidad vocal idénticas a las de un pianista o un saxofonista de bebop. Como ellas, McLorin es música de jazz, no cantante de acompañamiento o de standards. Cuando cantaron los dos juntos un blues de despedida, conmovía ver ese ejemplo de la perduración de un arte: Freddy Cole moviéndose apenas, pero con puro swing en su lentitud, Cécile McLorin con un vestido muy ceñido, con tacones altos, con unas gafas de sol de montura de plástico. Después de un concierto así uno sale a la ciudad con una alegría que despierta una sensación de ligereza en los pies, como la que deben de tener los actores de los musicales unos segundos antes de romper a bailar. La ciudad iluminada se parece entonces a un fondo irreal, a una transparencia de película, la Nueva York ficticia de las películas rodadas en Hollywood.