El domingo fue un día de sol y viento helado tan fuerte que los granjeros en la acera de Broadway delante de Columbia no pudieron levantar los toldos. Pensé que con ese tiempo se habría suspendido el mercado, pero allí estaban, forrados en sus chaquetones, gorros, bufandas, frotándose las manos enguantadas, las narices rojas, vendiendo lo de siempre por esta época, manzanas jugosas, patatas,huevos frescos, leche de extraordinaria calidad, de la que deja un cerco blanco en el vaso y en la boca, yogur, macetas con narcisos, tarros de miel y de mermelada. El aire tenía una transparencia aguda que reverberaba en las cosas como en aristas de diamantes. Los amigos nos dicen con sorna que el invierno lo hemos traído nosotros. Pero todos los almendros y todos los cerezos están florecidos, y el viento levanta remolinos de pétalos como copos de nieve, blancos y rosados. Ayer diluviaba y bajamos por Broadway caminando bajo los paraguas, contándonos proyectos como la gente de antes se contaba películas. En el MoMA vimos una exposición tremenda de monotipos de Degas. Degas es un revolucionario de la pintura como Ravel lo es de la música, sin aspavientos pero con una audacia que cala muy hondo, y que puede no ser advertida por su extrema sutileza.
Después de los días de nieve o de lluvia siempre viene un cielo todavía más limpio. En este resplandor la ciudad se abre y se despliega como un libro, como un río, el río rectilíneo de las avenidas que van a perderse en una lejanía sin bruma. El amarillo de los taxis se parece mucho al de los narcisos. Salgo a media mañana con el portátil y el cuaderno en la mochila y vengo a trabajar a la biblioteca pública de la calle 100 y Amsterdam, en una mesa ancha junto a un ventanal, abrigado por un rumor tenue de gente que lee o teclea en ordenadores. Aquí no puedo sentirme de paso.