ir y volver

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Camino de Nueva York, otra vez, dentro de unas horas. El hábito simplifica los preparativos y calma los nervios del viaje. El miedo a olvidarse de algo: el pasaporte, las llaves de allí, el cable del portátil,  los cuadernos de trabajo, algún libro que va a hacerme falta, el diario ya póstumo de Imre Kertesz que está a punto de publicar Acantilado, La España vacía, una mezcla singular de ensayo y relato de viajes de Sergio del Molino, un libro de divulgación científica que me tiene subyugado estos días, Consciousness and the Brain, de Stanislas Dehaene. Ahora habrá una diferencia, un nuevo ajuste que hacer. Ir cambiando de residente a visitante. Será un cambio tan gradual como fue hace doce años el inverso: el visitante habitual descubre poco a poco la diferencia enorme entre estar de paso y quedarse a vivir, el modo en que cambia la mirada sobre las cosas que creía conocer bien. Ahora veré la ciudad también en el tiempo, el de los años vividos y el tránsito hacia otra manera de llegar a ella y despedirse de ella. Esta vez no tengo un trabajo al que ir, un itinerario fijo de viaje en metro y caminatas reiteradas, una oficina o un aula con una ventana desde la que mirar la ciudad desde arriba. El cerebro está siempre haciendo ajustes muy complicados para dar una apariencia de estabilidad y claridad a la confusión veloz de las percepciones sensoriales. Nada es estático: eres el observador en movimiento de un espectáculo que no se detiene nunca y que se deshace en el tiempo en décimas de segundo. Para los amigos serás desde ahora el que viene de visita y se marcha pronto. La estabilidad es un espejismo. Dice Montaigne: “No vamos, somos llevados, como las cosas que flotan”.”Nous n’allons pas, on nous emporte, comme les choses qui flottent”. Siento curiosidad por saber cómo es la otra ciudad en fuga que empezaré a descubrir desde ahora.