El porvenir de los vencidos

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Nunca he estado con el historiador Antonio Cazorla, pero estoy seguro de que si nos conociéramos encontraríamos de inmediato todo un mundo de recuerdos comunes. Él nació en una familia trabajadora de Almería, yo en una de la provincia de Jaén. Los dos pertenecemos a una generación española que tiene el extraño privilegio de haber vivido plenamente en dos mundos, o de haber crecido en uno y vivido luego en otro que no se le parecía nada, y cuya existencia ni siquiera sospechábamos antes de vernos sumergidos en él. El atraso general del país era más grave aún en nuestra Andalucía interior. Por eso nos parece que tenemos recuerdos anteriores al tiempo de nuestras vidas. Hay una diferencia menor entre nosotros, pero significativa: la diferencia en los años de nuestro nacimiento. Yo nací en 1956, en lo que todavía era en gran medida la posguerra; Cazorla en 1963, de modo que cuando llegó al uso de razón vio ya algunos de los grandes cambios que habían empezado con la década. He comprobado que esos pocos años determinan diferencias muy notables en los recuerdos. Mi hermana nació en octubre de 1961, y mi mujer en enero de 1962. Ellas, como le pasará a Cazorla, no llegaron a conocer el aislamiento y la pobreza de los que yo todavía fui testigo, y menos aún el siniestro integrismo católico, anterior al Vaticano II, que sí probamos amargamente los nacidos tan solo unos años atrás.
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