Hace unos meses escribí un artículo con ese título para Muy interesante. Lo copio aquí bajo el efecto del horror reciente en Bruselas. Lo más peligroso de algunos de nuestros peores enemigos quizás sea lo que pueden despertar o desatar en nosotros.
Más allá de percepciones inmediatas y limitadas, la mente humana aprecia con dificultad la dimensión cuantitativa de la mayor parte de los hechos. Las cifras nos marean, y respondemos sobre todo a los impactos sensorialmente poderosos, y lo que sucede más cerca en el espacio y en el tiempo nos parece siempre mucho más importante o más grave. Ojos que no ven, corazón que no siente. El mismo día en que un yihadista demente intentó asaltar con un cuchillo de cocina una comisaría en París-y fue abatido a tiros de inmediato- cincuenta personas morían en la explosión de un coche bomba en una calle de Trípoli, y grupos armados del Ejército Islámico atacaban e incendiaban en parte enormes instalaciones petrolíferas en la costa de Libia. Pero en los noticiarios españoles, y en todos los europeos, el conato casi risible de ataque a la comisaría llevado a cabo por una sola persona sin más arma que un cuchillo ocupó muchos más minutos que los otros acontecimientos, aunque éstos fueran de una gravedad incomparable. De nuevo vimos en París calles cortadas y policías armados con cascos de guerra, chalecos antibalas, temibles fusiles automáticos. De nuevo se habló de la necesidad de recortar libertades y garantías en nombre de la seguridad amenazada. Y es muy probable que en esa atmósfera creciera la popularidad de los partidos de la extrema derecha xenófoba y la desconfianza hacia los musulmanes y los refugiados.
El terrorismo basa su eficacia no en la capacidad de hacer daño sino en una disonancia cognitiva: su espectacularidad, su crueldad irracional, el desamparo de sus víctimas, el dolor irreparable y verdadero que produce, nos llevan a exagerar una sensación de amenaza muy difícil de calibrar en sus exactas dimensiones. Salvo las personas con mentes adiestradas en las matemáticas, casi todos nos dejamos llevar por una reacción emocional que es moralmente legítima, pero que distorsiona gravemente, en beneficio de los terroristas, nuestra comprensión del peligro. El dolor que un ataque terrorista produce es inmenso, pero tiene sobre todo un sentido estratégico: el de conseguir el máximo impacto de propaganda con medios letales pero también muy limitados, nimios en realidad por comparación con los aparatos de seguridad de un estado moderno. Ningún hecho histórico reciente ha tenido más resonancia, y más largas y desastrosas consecuencias, que el atentado contra las Torres gemelas, el 11 de septiembre de 2001. Hubo casi tres mil víctimas, y los que estábamos ese día en la ciudad no lo olvidaremos nunca. ¿Cuántos muertos hubo y sigue habiendo todavía, quince años después, en las guerras desatadas por Estados Unidos en Afganistán y en Irak como respuesta a aquel atentado? Cada vida humana es desde luego única e irreemplazable, y el fanatismo político o religioso estremece lo más profundo de una conciencia educada en los valores democráticos. Pero cada año, en Estados Unidos, mueren una media de 30.000 personas por disparos de armas de fuego, y el Congreso es incapaz de aprobar limitaciones mínimas en el acceso indiscriminado a ellas. Descontando los muertos en las Torres gemelas, el número de víctimas del terrorismo en Estados Unidos, en estos últimos quince años de permanente obsesión sobre su amenaza, y de invocaciones a la guerra, ha sido exactamente cincuenta y cuatro.
Los españoles solemos tener una visión sombría y abatida de nuestro país, que quizás corregiríamos en parte si en vez de prestar atención a tanta palabrería política nos fijáramos en hechos cuantitativos tan reveladores como el índice de supervivencia de recién nacidos, o el de longevidad de mujeres y hombres, o el de transplantes realizados con éxito. De uno de nuestros mejores logros no se acuerda ni se enorgullece nadie: sin leyes especiales, sin pena de muerte, sin limitación de las libertades públicas, la democracia española ha derrotado al grupo terrorista más sanguinario de Europa. Los responsables del atentado de Atocha en 2004 fueron detenidos y juzgados con todas las garantías y cumplen sus condenas. La apreciación sobria y cuantitativa de lo real es un antídoto contra las reacciones furiosas que el terrorismo aspira a desatar.