Arcadi Volodos, la otra noche, en el Auditorio Nacional. Toca Brahms y Schubert. De lejos es un hombre pequeño, algo regordete, con el pelo negro, con un traje negro, sin pajarita ni corbata. Se sienta sobre una silla común de plástico, no sobre un taburete de pianista. Empieza a tocar como si tanteara en el silencio, como quien toca el agua antes de lanzarse a ella. Pero un momento después ya está sumergido. Hay quien toca muy fuerte para llamar la atención, como el que habla muy alto. Volodos despierta la atención imponiendo el silencio. Hay un sigilo o una cortesía en su manera de ir de unas notas a otras, de subrayar las menos sonoras, casi notas táctiles. Así decían que Beethoven sentía el piano y experimentaba la música cuando estaba sordo: por el tacto.
Volodos toca la sonata opus 960 de Schubert: es como el resumen de una vida entera, la vida breve del compositor que murió tan joven. La música va de lo sombrío a lo alegre, aunque en la alegría parece que hay el mareo de un baile demasiado rápido. Volodos revela sin esfuerzo toda la arquitectura interior de esta música. En cada momento uno es consciente del silencio sobre el que va fluyendo, como del puro fondo blanco en el que aparece un dibujo. Uno comprende que Volodos toque tan bien la Música callada de Mompou. De vuelta a casa, por una calle desierta y sin tráfico, el mismo silencio me acompaña, ahora como fondo de mis pasos.