In memoriam

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Cada siete de marzo por la noche me acuerdo de mi padre. Hace doce años, a estas horas, le quedaban unas pocas de vida. Se acostó pronto porque no se encontraba muy bien, un malestar vago en el que habría una sensación de tristeza. Había ido por la tarde con mi madre a casa de su hermano Juan, para darle una foto en la que estaban los dos juntos de niños. Mi tío no estaba, y entonces fueron a casa de su otra hermana, mi tía Paula, que vivía muy cerca. Esas calles de Úbeda -Fuente Risas, Chirinos, Altozano, San Lorenzo- fueron el paisaje de su vida entera. Noto en esas visitas como un instinto de despedida. No sé si llegó a despertarse antes de morir, si supo que se moría, si soñó que se moría, si tuvo mucho miedo. No es la peor manera de irse. Ya solo soy quince años más joven que él.Poco a poco vamos acortando la distancia que nos separaba de los muertos, y que nos parecía invariable. Algunas veces somos mayores que ellos. Elvira ya es mayor de lo que fue nunca su madre, que murió tan joven, con cuarenta y siete años.  Mi padre era un hombre muy vital y conversador con accesos oscuros de melancolía. Cuando se reía mucho se le ponía la cara colorada y se le saltaban las lágrimas, sobre todo si se había tomado un par de vasos de vino. Le daba miedo la profunda vejez, la decrepitud. No llegó a conocerlas. Un día me dijo: “La vida se pasa como un sueño”. Probablemente no sabía que estaba usando una metáfora literaria. De vez en cuando sigo soñando con él. Siempre es una presencia bondadosa, aunque el tiempo lo desdibuja en los sueños.