Tengo mucho respeto por los artistas, de cualquier variedad, que no controlan sus pulsiones obsesivas, más en el sentido estético que en el mental, aunque también. Los que vuelven una y otra vez sobre lo mismo: Beethoven y su tendencia a enunciar un tema y someterlo a variaciones y estrujarlo sin que se le agote nunca, aunque sea una pieza trivial, el valsecillo que le envió el editor Diabelli, por ejemplo; o la obsesión perturbadora de la Gran fuga, que iba a estar al final de uno de los cuartetos finales pero se extendió tanto que ya lo desbordaba, un abrir la música del porvenir precisamente con lo más característico -la forma de la fuga- de la música del pasado; o Morandi, toda la vida con sus botellas, tarros, cajas, o Antonio Saura con sus máscaras de Felipe II o sus variaciones sobre el perro de Goya; o Hopper, siempre pintando a su mujer, una y otra vez, en situaciones y en edades distintas, vestida o desnuda, joven todavía cuando ya era mayor, idéntica a sí misma tan solo en el pelo rojo y en el perfil; o John Coltrane, cuando se dejó fascinar por un vals algo azucarado de The Sound of Music -alegre y triste, como tantas canciones americanas-, My Favorite Things, y se dedicó durante años a darle vueltas, a veces en improvisaciones que duraban más de media hora.
Quizás las cosas mejores se hacen no porque uno quiere sino porque no puede evitarlas. El peligro es, desde luego, el agotamiento, el amaneramiento. Pero si logran eludirse, el efecto sobre el lector, el oyente o el espectador, es incomparable. Esas obras contagian una adicción parecida a la que las origina y las alimenta. Hitchcock y los hombres inocentes perseguidos; las tiras cómicas de Charlie Brown o de Calvin y Hobbes: unos pocos elementos, siempre barajados, explorados sin fatiga.
Salí el otro día del metro en mi barrio y me encontré con Fernando Castillo, que también sabe bastante de obsesiones. La suya, como investigador y escritor, es la Francia de la Ocupación. Le dedicó hace años un libro muy bueno, rico de informaciones y matices, “Noche y niebla en el París ocupado”. A quien le gusta mucho un tema, la curiosidad le aumenta cuanto más averigua de él. El París de esos años es un pozo negro de indignidad y picaresca, de cobardía y bajeza y empeño de sobrevivir. Ahora Fernando Castillo vuelve a ese mundo, y lo hace siguiendo el rastro de la obra y de la biografía de otro obsesivo, Patrick Modiano. El resultado es París-Modiano, esta vez una inmersión en la literatura y en el cine al mismo tiempo que en la historia, la búsqueda de esos orígenes oscuros sobre los que Modiano vuelve una y otra vez, la vida de sus padres antes de que él naciera, la actriz belga muy joven y muy perdida y el judío de Salónica Albert Modiano, que se movía en la turbia niebla submarina entre la colaboración y la delincuencia, entre la clandestinidad del perseguido y la picardía del superviviente. Había terminado el libro y me encontré a su autor por la calle, a la salida del metro, lo cual tiene algo de azar modianesco. Parados en la acera estuvimos hablando no sé cuánto de aquella época, de ese mundo que ninguno de los dos hemos conocido pero nos atrae por igual. De fondo, las películas de Louis Malle, Au revoir les enfants y Lacombe Lucien. Me despedí de Fernando y cuando iba hacia casa pensé que en esa noche tan negra de la primera película de Malle, con fondo de Miles Davis –Ascenseur pour l’ echafaud- hay algo todavía no disipado de la oscuridad de la Ocupación.