Georges de La Tour, en su penumbra

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La vida y la obra entera de Georges de La Tour, o lo poco que ha llegado a nosotros de ellas, se abarcan en el tránsito por unas cuantas salas casi en penumbra del Museo del Prado. La penumbra del espacio real se parece a la de los interiores en sus obras de madurez. Las velas que los alumbran dan la impresión de que extienden su claridad hacia nosotros. La pintura de las paredes se corresponde con esos fondos sin asideros anecdóticos que faciliten la sensación de profundidad. Andrés Úbeda, comisario de la exposición, me señala un muro de la última sala en el que hay colgado, en un ejercicio audaz de austeridad, un solo cuadro, uno de los más impresionantes, El recién nacido, del Museo de Rennes. “Queríamos lograr que el espectador no se acuerde luego de cómo es la pintura de la pared, que no lo distraiga nada de la contemplación de la obra”, me dice Úbeda un jueves a última hora de la tarde, cuando todavía hay operarios terminando detalles, añadiendo letreros. El trajín del montaje y las voces murmuradas se pierden en un silencio que emana de la pintura misma y que induce gradualmente a una atención absoluta.

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