La voz de Marina Tsvietáieva

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En el fragor genocida del siglo XX parecería imposible que llegara a escucharse una voz tan débil como la de Marina Tsvietáieva. Es una mujer joven, sola, pobre, con dos hijas pequeñas, políticamente sospechosa en el Moscú de los primeros años de la revolución bolchevique. Eisenstein y los carteles vanguardistas y la épica tramposa de John Reed nos alimentaban la imaginación cuando éramos muy jóvenes. Después algunos hemos ido poco a poco aprendiendo el horror sin orillas de aquella tiranía que empezó como un gran cataclismo que lo devoraba todo y se fosilizó al cabo de unos años en un régimen sanguinario de burocracia y terror. Historiadores y memorialistas nos han contado la extensión de aquella calamidad que anegó a un país del tamaño de un continente entero. Filósofos con plazas en propiedad en universidades de prestigio y de pago exaltan de nuevo a los matarifes máximos de entonces con una desvergüenza de frivolidad posmoderna: por fortuna, la poesía, la novela, la indagación de Svetlana Alexiévich ponen las cosas indeleblemente en su sitio. Las traducciones, por primera vez directas, de Vida y destino, de Vasili Grossman, y de Doctor Zhivago, de Pasternak, nos dan acceso en español a un abismo de sufrimiento y desastre que muchos entre nosotros siguen negándose a ver. Decía George Orwell que la gran ceguera de la izquierda europea en los años treinta había sido querer ser antifascista sin ser antitotalitaria: en términos más claros, denostar a Hitler y Mussolini y Franco cerrando los ojos a los crímenes de Lenin y Stalin. Esa ceguera antigua sigue sin disiparse del todo: la diferencia es que ahora a nadie le falta la información contrastada necesaria para curarse de ella.

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