Tomando una cerveza esta mañana en una barra veterana de Madrid -la tapa era una cazuela diminuta de potaje de pochas- me hablaba Pablo Heras-Casado de la sensación de estar habitando otro tiempo dentro del tiempo cuando dirige una orquesta: la vida entera que cabe en los cuarenta minutos de una sinfonía, la sensación exaltadora y agotadora de haberla vivido cuando al final de la música hay un momento como de despertar.
Esta tarde, como cada miércoles que puedo, voy a la Fundación Juan March, donde Miguel Ángel Marín ha programado un ciclo extraordinario de piano que se titula “Chopin y la posteridad”. Heras-Casado me había hablado muy bien del pianista de hoy, Alexander Melnikov, a quien él dirigió en el Concierto de Schumann. La primera parte son los 24 preludios del opus 28 de Chopin. Tocados por Melnikov suenan a música del siglo XX. En la segunda toca Scriabin, y lo mismo que en Chopin había hecho intuir las músicas futuras que nacerían de él, en Scriabin revela su deuda con las desmesuras del pianismo romántico. Toca cinco preludios de Scriabin y el tiempo se detiene. El tiempo dentro del tiempo termina cuando Melnikov deja de tocar.