Un miércoles al mes, durante bastantes años, he asistido a una comida que presidía Francisco Rubio Llorente. Se convocaba con unas semanas de antelación, y si estaba en España yo no me la perdía por nada del mundo. La última a la que asistí fue a fines de octubre o principios de noviembre. También esa fue la última vez que estuve con Rubio Llorente. Se le veía más frágil, y se movía con algo más de dificultad, pero estaba tan lúcido y tan animoso como siempre, presidiendo con su autoridad sin énfasis y su benevolencia irónica aquellos almuerzos conversados en los que a veces nos reuníamos hasta 20 personas. Escribo en pasado porque él ya no está, y porque sin él no sabemos si perdurará esa costumbre, que llevaba la marca de su actitud hacia el mundo: reunir a personas de saberes, profesiones e inclinaciones políticas y vitales muy variadas y ponerlas a conversar sobre los asuntos del día en un comedor privado en un restaurante, en torno a un almuerzo sabroso pero no complicado ni opulento, y dividiendo la cuenta entre todos por igual.
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