Mi amigo Pablo Jerkog, que antes investigaba en neurociencia en Nueva York y ahora lo hace en Barcelona, me dijo que con un mismo algoritmo se puede explicar la difusión de brotes de dientes de león en una pradera que la de una enfermedad o la de una canción de éxito entre una población. Todo se multiplica mucho más velozmente cuando se alcanza una cierta masa crítica. Pablo usa una palabra que me suena bien: criticalidad. Debe de suceder algo parecido con las palabras o las expresiones que se ponen súbitamente de moda en los lenguajes políticos y periodísticos, tan conectados entre sí. ¿Quién fue el primero que dijo “hoja de ruta”? No hace tanto esa expresión era rara o desconocida. ¿Y “líneas rojas”? ¿Y “confluencias”? He observado que hay gente que parece estar suscrita a todas las novedades verbales en el momento mismo en que aparecen. Me acuerdo de las que llegaron con la transición a la democracia. La palabra “tema” se volvió omnipresente. “Ése es el tema”, “el tema elecciones”. Un conocido mío con aspiraciones de ligón hablaba seriamente del “tema tías”. Una intrusión que se quedó en el idioma fue el barbarismo “el día después”, a causa de la traducción torpe del título de una película de éxito, “The Day After”. En anticuado español se decía “el día siguiente”. Hace ya unos cuantos años apareció la omnipresencia de “comentar”, como sinónimo de decir o contar. “Me comentó que se había casado”, “Coméntale a tu primo que me traiga el taladro”. Ahora andamos mucho con “trasladar”, con frecuencia acompañado por “mensaje”. En un telediario leí que no se qué autoridad le había “trasladado su pésame” a la familia de un difunto célebre. Habrá que ir diciendo: “trasládame la sal”, “me has trasladado un disgusto”. A veces el origen obvio es un calco del inglés. Por ejemplo, en el caso de la misteriosa desaparición de la inocente palabra “peligro”, sustituida por “riesgo”. Hasta hace nada, el instinto de la lengua nos hacía decir que alguien estaba en peligro o se ponía en peligro. Ahora todo se pone en riesgo, traduciendo del inglés, “to be at risk” o “to put at risk”. ¿Cuánto tardaremos en oir que hay especies “en riesgo de extinción”?
No censuro: pongo oído. Las necrológicas en los periódicos se llaman ahora obituarios, porque en inglés se dice “obituary”. Y a los delincuentes ya no los detienen, sino que los arrestan. En español no traducido, arrestar era una cosa y detener era otra. Un arresto era un castigo menor -a los soldados nos arrestaban, había gente en arresto domiciliario- y una detención era un acto. En la mayor parte de los libros de historia contemporánea traducidos del inglés los militares, los policías y, en el caso español, los guardias civiles, viven menesterosamente en “barracones”, debido no a limitaciones presupuestarias, sino al hecho de que cuartel, en inglés, se dice “barracks”. En entrevistas traducidas ya leo de vez en cuando que la gente hace decisiones, lo cual es más moderno que tomarlas. Un amigo americano me pregunta cómo se dice lobby en español: hall, le contesto yo. ¿Y “voice over”? ¡Voz en off! En mi primer viaje a Buenos Aires aprendí el vocablo porteño equivalente a cigarrillos light: livianos. Con un amaneramiento próximo al lunfardo, a una señal de stop en Argentina, como en la mayor parte de América Latina, le llaman de alto. Gracias a las malas traducciones, al papanatismo y a los doblajes, vamos a conseguir algo admirable: desfigurar el español sin llegar nunca a hablar inglés.