Viejas glorias

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He entrado, para hacer tiempo, y para escaparme del frío, muy agudo a esta hora de la mañana, en una cafetería del barrio de Salamanca, suntuosa pero algo rancia, con ese olor peculiar a croissants con mantequilla y a café con leche que me llamaba tanto la atención cuando vine a estudiar a Madrid. El olor de la ciudad era el de las cafeterías y el de los respiraderos del metro. Los camareros llevan chaquetillas de uniforme con muchos botones. Me he sentado en la barra y me he puesto a leer uno de los ejemplares de ABC que se encuentran a disposición de los clientes. El público son hombres con traje de los despachos cercanos, abogados o empleados de notarías, alguna señora que sale a desayunar muy arreglada. Veo acercarse a una chica latinoamericana que lleva del brazo a un hombre muy viejo. Él arrastra los pies y los dos avanzan muy lentamente. Lleva un abrigo de buen corte, un sombrero de elegancia anticuada. La chica le ayuda laboriosamente a sentarse en el taburete contiguo al mío. Es un trabajo enorme, al final con éxito. El hombre se acoda en la barra y se quita el sombrero. La chica le arregla el abrigo, le dice que volverá en media hora. El hombre tiene un perfil aguileño, el cráneo calvo y bruñido, un bigote fino. Me alarma su estabilidad en el taburete. Un camarero se acerca con mucha afabilidad:

-Mi general, buenos días. ¿Lo de siempre?

El general asiente, decrépito y digno. El camarero le sirve un café con leche y dos churros.

-¿Qué tal andamos hoy, mi general?

-Bien, pero qué frío.

-Es lo propio en estas fechas.

El general se inclina para mojar un churro en el café. Una señora entra con cara de frío y se instala en la barra.

-Buenos días, mi general. ¿Qué tal estamos hoy?

El general tarda en responder  porque estaba masticando un churro, con un sonido hueco de dentadura postiza. Es todavía más viejo de lo que me pareció al principio.En un momento dado -estamos muy cerca- me mira con cierta curiosidad, sin duda porque mi cara es la única en este lugar que no le resulta conocida. En una parte honda y lejana de mí se despierta una alarma de soldado de Infantería. Cuando me voy a ir el general me saluda con un gesto magnánimo. Al salir me cruzo con la empleada que vuelve para recogerlo.