Desde hace bastantes años me ha llamado mucho la atención la fuerza de la vanidad. Por vanidad hay gente que está dispuesta a hacer lo que no haría por amor, por indignación, por patriotismo, por intoxicación ideológica. Me he adiestrado en reconocer síntomas en apariencia secundarios: hay una vanidad que consiste en repetir mucho el propio nombre, hablando, por ejemplo, de lo que otros le dicen a uno. Eso lo hacía mucho Francisco Umbral es sus artículos y en sus libros. Cuando citaba a alguien diciéndole algo, empezaba por su propio nombre. “Me dice X: mira, Umbral”, etc. Dickens tiene un personaje así en una de sus grandes novelas menos conocidas, “Dombey &Son”. Se llama, creo recordar, Bob Weinstock, y está buscando siempre las maneras más retorcidas de nombrarse a sí mismo. Una variante de esto son esas personas que hablan de sí mismas en tercera persona, costumbre muy extendida entre cargos políticos y eminencias deportivas. También los hay que cuentan sus recuerdos en presente histórico: “En 1982 yo termino mi licenciatura…” He visto a eminencias prácticamente a un paso de la tumba intrigando para recibir un premio. He visto a ganadores de premios mundiales heridos en su vanidad por no recibir otro premio de mucha menos cuantía. Hay hasta vanidosos de las enfermedades. Una antigua estrella de la tv le dijo una vez a Elvira: “Mi padre ha muerto del mismo cáncer que Michael Landon…”
He visto a perfectos desconocidos más cargados de vanidad que a talentos universales de una extraordinaria llaneza verdadera. Siempre recuerdo los ojos azules y la sonrisa tranquila del profesor Peter Higgs, el del bosón de Higgs, o la cordialidad de Don DeLillo, o la sencillez de artesano granadino de José Guerrero, o el sentido del humor y la cercanía de Alfred Brendel. La vanidad puede contenerse en una sola nota falsa que arruina en secreto todo un concierto. Una vez Elvira y yo asistimos, como a un partido de tenis, en la mesa de un almuerzo, al duelo de vanidades entre un conocido ex presidente del gobierno y un conocido ex magistrado. Cada uno le arrojaba al otro un nombre importante como el tenista que lanza una pelota. Hay una estupenda palabra para eso en inglés, namedropper. También una expresión: name dropping. Dejar caer nombres, sobre todo de pila: mencionar a Gabo, a Mario, a Pedro, a Susana, a Salman…
A ese criminal que era uno de los hombres más ricos del mundo, el Chapo Guzmán, lo que lo ha arruinado ha sido la vanidad, no la persecución del ejército mexicano, ni la vigilancia de Estados Unidos, ni el resentimiento de algún subordinado: la vanidad de seducir a una estrella de telenovela, la de hacerse una foto con un actor de Hollywood, la de querer que se haga una película sobre su vida. Por vanidad uno está dispuesto a cumplir una cadena perpetua.