La expresión más elocuente es también la más económica: gracias.
Vino Arturo de Granada, y volvió Elena, y eso fue uno de los regalos. Violeta y Antonio me regalaron un whisky de malta que requiere nocturnidad y calma para ser inaugurado, en una de esas copas pequeñas en forma de tulipa que descubrí en Edimburgo. A un aficionado nada le parece menos tentador que esos vasazos anchos cargados de un pedregal de hielo. El fondo sonoro ha sido insuperable: la lluvia, que alegra mi corazón de hortelano, y un vinilo del primer disco en solitario de Paul Simon, ese en el que está en la portada con un gran capuchón peludo de invierno. El disco no procede de otro señor o señora de cierta edad vulnerable a la nostalgia sino de la parte más joven, melómana y libresca de la familia: aman el vinilo y el papel no por añoranza de algo que no conocieron, sino por elección consciente, por el placer sensorial de los discos y los libros.
Paul Simon llena toda la casa. En la funda del disco vienen las letras de las canciones: esos poemas breves, unas veces narrativos y otros epigramáticos, más bellos todavía por el modo en que él dice los versos, como sin esfuerzo, “oscura la historia/ y clara la pena”, como dice Machado. Por no hablar de su atención despierta a otras músicas, a percusiones brasileñas o jamaicanas, al sonido de las guitarras de blues tocadas con un cuello de botella, a los coros africanos. La canción más breve de todas dura un minuto y veinte segundos y no tiene palabras: es un dúo en el que Stéphane Grapelli toca el violín y Simon lo acompaña como encarnándose en el fantasma de Django Reinhardt. Alguna no la conocía y ya la he escuchado tanto que me la empiezo a aprender de memoria: Paranoia Blues.
Quiero vivir, a ser posible, con paz de espíritu, con más destreza para eludir la angustia o sobreponerme a ella, con una laboriosidad sin agobio, con una simplicidad que no tiene por qué excluir los placeres de la vida, todos sensoriales y espirituales en proporciones diversas, en compañía de las personas que quiero, muy atento a ellas pero respetuoso de sus vidas, retirándome de vez en cuando a la trastienda de Montaigne y a la habitación propia de Virginia Woolf, para trabajar o para no hacer nada, abierto a conocer gente nueva y a encontrarme con mis amigos y cultivar esa particular y pudorosa cercanía que se establece con los lectores.
No quiero extenuarme en complicaciones inútiles.
No hay tiempo que perder. Anoche escuchábamos el Speak Low de Kurt Weill y Ira Gershwin, cantado nada menos que por Carmen McRae:
Time is so old
and love so brief,
love is pure gold
and time a thief.