Lecturas, regalos

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Leo la lista de lecturas que ha elaborado Diego Ariza con paciencia meticulosa y es como pasearme por una biblioteca conjetural que no está junta en ninguna parte, una biblioteca en el tiempo, alojada a medias en el recuerdo y a medias en el olvido, el catálogo de los escritores y de los temas que a uno le importan, o los que le importaron mucho y se quedaron atrás, igual que se fueron quedando libros en domicilios de los que uno se marchó. Me doy cuenta, viendo la lista, de que uno de los impulsos mayores que me llevan a escribir es el deseo de compartir descubrimientos de lecturas. Esa afición, en vez de amortiguarse, se ha hecho más poderosa con los años, y también se ha ampliado. Cuando era joven leía casi en exclusiva novelas, libros de cuentos, poesía. Pero con el tiempo me he vuelto un lector más curioso, o más voluble, lo cual a veces me irrita conmigo mismo, porque me da la impresión de que me disperso, de que me atraen demasiadas cosas distintas, y voy ávidamente de una lectura a otra, de la divulgación científica a la historia de la música, o a la historia antigua, o a la de la América prehispánica, y a toda clase de memorias y diarios. Ayer terminé un libro que me había tenido subyugado varios días, “1170: The Year Civilization Collapsed”, de Eric Cline, una historia de las grandes calamidades que marcaron el final de la Edad del Bronce en el Mediterráneo oriental y Egipto. Y un poco antes había leído una historia de origen del Ejército Islámico, todo ello acompañado de dosis diarias de Montaigne. Pero leyendo una reseña de la última biografía de Frank Sinatra encontré una pista que seguí de inmediato, gracias al Kindle, las memorias del que fue su asistente personal durante casi 20 años, George Jacobs, así que he pasado de las excavaciones arqueológicas en las ruinas de Micenas y de Urgarit a los chismes sabrosos sobre las relaciones de Frank Sinatra con Ava Gardner, con Sam Giancana, los Kennedy, etc.

Como es víspera de Reyes me acuerdo de la felicidad de los primeros libros, que aparecían msiteriosamente tras la cortina del balcón, y que conservaron su hechizo incluso cuando hasta los más inocentes ya nos habíamos enterado de las primeras verdades sobrias de la vida. Me acuerdo de encontrar “Miguel Strogoff” con la primera luz de la mañana del día 6, y de no dejar de leerlo a lo largo del día, un volumen de tapa dura de la editorial Mateu, en un estado de dicha incesante.

Pero lo inesperado siempre es un regalo: esta mañana encuentro, cuando no la buscaba, una biografía de Montaigne: “Montaigne, la splendeur de la liberté”, de Christophe Bardyn, y estoy tan ilusionado por sumergirme en ella como cuando abrí por primera vez aquel “Miguel Strogoff”. Me enamoraba de Nadia, la novia rubia del correo del Zar. Por eso se llamó así al cabo de los años la protagonista femenina de “El jinete polaco”.