Algo es algo

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Madrid, de nuevo. En un mes el otoño ha consumado su trabajo. Los árboles sin hojas hacen más despejado el cielo del jardín. El membrillo es el último en perderlas. Pero la temperatura es tan templada que todavía se ven lagartijas, incluso alguna salamanquesa furtiva que se ha colado a un rincón de mi cuarto. Llegué temprano y voté con jetlag. Detesto las campañas electorales, pero ir a votar me emociona siempre, su naturalidad de ceremonia civil. Me gusta que los colegios electorales estén en escuelas públicas y que los hijos de los que van a votar aprovechen el rato para jugar en el patio. Me gustan la solvencia con que hacen su tarea los encargados de las mesas electorales y los interventores de los partidos. Me acuerdo de la extrañeza y la ilusión de votar por primera vez en junio de 1977, con veintiún años, ciudadano adulto por primera vez en mi vida. Quizás la mayor ilusión y la mayor alegría las tuve en las elecciones de 1982. Durante esta campaña española yo veía por tv en Nueva York los debates entre los candidatos republicanos, todos ellos escalofriantes en grados distintos, no solo Donald Trump. Todos competían entre sí a ver quién proponía medidas más brutales contra el enemigo islamista y contra los inmigrantes: bombardeos masivos, muros, etc. Daba la impresión de que Estados Unidos vive bajo la amenaza de una invasión inminente, y de que cualquiera de estos candidatos sabrá enfrentarse a ella con el coraje que les falta a demócratas tan blandos como Barak Obama -del que además se sospecha que sea musulmán- o Hillary Clinton.

Es admirable, eso sí, la frecuencia, la vivacidad, la soltura de los debates, tanto en el interior de los partidos como más tarde, entre los candidatos ya designados. Pero viendo a los nueve aspirantes republicanos en el escenario de un casino de Las Vegas me dio tranquilidad pensar que en mi país, a pesar de todo, y salvo algún que otro iluminado, no hay candidatos políticos tan extremistas ni tan lunáticos.