La novela es la gran ballena blanca de la literatura. La novela emergió experimental y magnífica y desmedida en Don Quijote y desde entonces no ha dejado de aparecer y desaparecer en el horizonte. Cada vez que la novela se sumerge en profundidades invisibles, tan a su capricho como Moby-Dick, hay teóricos y expertos que se apresuran a decretar su muerte, o al menos su definitiva obsolescencia. A la novela, para desdeñarla, se le suele añadir el adjetivo de “decimonónica”. Con ese término parece que se alude a un armatoste rancio que se fabricó en serie durante el siglo XIX, y que a pesar de su obstinado anacronismo no hubiera dejado de procrear lamentables imitaciones en el XX. Pero desde Balzac y Jane Austen hasta la vejez de Flaubert y de Tolstoi, cada gran novela de ese siglo es un experimento y un logro singular, que se parece muy poco a otras novelas, y que explora zonas diversas de la experiencia y del lenguaje. Incluso cada uno de los mejores novelistas cambia de un libro a otro, a veces radicalmente. Después de Madame Bovary, que fue para Flaubert un empeño de encontrar una forma nueva, intentando contener al máximo sus anteriores desbordamientos expresivos, lo que vino fue Salambó, y después los otros quiebros sucesivos de La educación sentimental y Bouvard y Pecuchet. Cada novela de Eça de Queiroz es distinta de las anteriores, y en cada una de ellas la lengua portuguesa está sometida a la tensión de las influencias recibidas en francés y en inglés por ese gran lector políglota de la literatura europea.
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