Perfecciones

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Joaquín Torres-García en el MoMA, en una gran exposición que lo sitúa definitivamente donde se merece: entre los grandes del siglo pasado; Morandi en Chelsea, a unas calles de distancia de la galería donde pueden verse los dibujos juveniles de David Hockney, uno de los pocos pintores contemporáneos que es además un prodigioso dibujante; y los egipcios del Imperio Medio en el Metropolitan: no conozco un grado mayor de depuración en la escultura, una sugestión más poderosa de lo humano y de lo sagrado. En un retrato egipcio te mira a los ojos un contemporáneo de hace cuatro mil años.

Voy en bicicleta de un lado a otro, de una tentación a otra, en mañanas de luminosidad dorada, en este otoño demorado al que no llega el frío. Con lo que se mide una gran obra de arte, me parece, no es con otras obras de arte, sino con la naturaleza; y no por imitarla, porque hay artes naturalistas y otras que no lo son, sino por acercarse a la complejidad de sus procesos orgánicos. En un sendero se extienden como un vitral los abanicos amarillos de las hojas de un gingko. Por mitad del parque la bicicleta se desliza tan sin esfuerzo como un velero sobre el agua lisa de un lago. En el mercado de los granjeros compro unas setas que huelen a bosque umbrío y a hojas. Parece mentira que a las cuatro y media de la tarde ya esté empezando a anochecer. La luz del día se extingue más despacio que nunca. Cuando ya está oscuro en la calle todavía dura el sol en las ventanas altas que dan al oeste.