Mirar la extensión nocturna de las luces de Guadalajara desde el piso 20 del hotel Hilton, frente al centro enorme de congresos donde se celebra la feria del libro, es como mirar la Tierra desde la estación espacial: un planeta bello, misterioso, inaccesible. Venir a Guadalajara desde Nueva York es menos agotador que hacerlo desde España. Porque me agotan los viajes de tantas horas he tardado tanto en decidirme a volver. Pero el público lector de México, y la gente común que lo atiende y con la que se cruza, es incomparable: cordial hasta conmoverlo a uno y extremadamente bien educado, con esa buena educación y esa cortesía que agradece tanto el que viene de Nueva York y de España. Es un público en el que predomina la gente joven y muy joven. Hay algo muy admirable en las buenas formas que uno encuentra en la mayor parte de América Latina, una sofisticación ejercida con perfecta naturalidad. Se le olvida a uno cómo puede mejorar la vida un saludo amable, una entonación de cortesía y bienvenida. Me gusta cuando el camarero o el empleado de la recepción te dice: “¿Me regala una firma?”. O cuando alguien es al mismo tiempo formal y afectuoso, cálido y contenido. En España, no se sabe cómo, con mucha influencia de la televisión basura, se ha extendido la idea de que la grosería es autenticidad, y de que los buenos modales son reaccionarios. Mis amigos extranjeros que conocieron el país hace cuarenta o cincuenta años notan mucho el deterioro de las formas y de la cortesía.Pero a mí me pasa como a la Blanche Dubois de Tennessee William, que he dependido siempre de la gentileza de los desconocidos, the kindness of strangers.
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