El día me gusta empezarlo escuchando la excelente radio pública de Nueva York. En ella me enteré la otra mañana del nuevo escándalo de la violencia policial, que se ceba sobre todo con los negros jóvenes, hasta un extremo que hiela la sangre. Durante un año se ha mantenido oculto el video que ahora está desatando el escándalo, el de ese policía que dispara a un muchacho de 17 años en mitad de una calle y sigue disparando contra él cuando ya está en el suelo. Estos hechos tienen que ver con algunos de los síntomas más crueles de la vida americana, que forman un núcleo de extrañeza al que un europeo no llega nunca a acostumbrarse. A diferencia de Europa, Estados Unidos es una sociedad muy autoritaria, en la que la policía tiene un poder de intimidación que roza la impunidad, lo cual ya extraña mucho a una persona educada en Europa. Un policía, o un agente de inmigración, pueden humillar y amenazar a cualquiera, pero sobre todo, claro, a quien menos puede defenderse. Los uniformes, militares o no, tienen un prestigio asociado para mucha gente con el orgullo por el poderío del país. Curiosamente, ese militarismo es compatible con el abandono de muchos de los que han combatido en las guerras: en esta época en que se multiplican por las calles los sintecho, un cierto número de ellos son veteranos de guerra, algunos con evidentes problemas mentales.
Otro factor complementario es la cultura de las armas, que está distribuida de manera desigual por el país -en la ciudad de Nueva York poca gente es partidaria de ella, pero no así en el estado, que es muy grande, conservador y rural. Para mucha gente el derecho a portar armas forma parte de su libertad civil. La idea del derecho a la autodefensa es la manifestación extrema del individualismo. En Florida, y después en bastantes más estados, se aprobó una ley que lleva el nombre de “stand your ground”: defiende lo tuyo, manténte firme. En virtud de esa ley uno puede disparar a alguien que haya entrado en su propiedad y que dé la impresión de representar una amenaza. No hace falte que la amenaza se compruebe como cierta: basta que la persona lo perciba así. En virtud de esa ley el año pasado un ciudadano de Florida mató de un tiro, sin recibir ningún castigo, a un estudiante negro que estaba visitando a unos amigos en aquella urbanización y llamó por equivocación a su casa. Y eso en un país donde centenares de millares de negros cumplen condenas mostruosamente largas por delitos no violentos, a veces nada más que la posesión de una pequeña cantidad de droga. El 25% de la población penal del mundo se encuentra en Estados Unidos. Uno de cada tres varones negros ha estado o está en prisión.
El racismo añade el ingrediente que faltaba: el racismo sobre todo de una clase pobre blanca y sin estudios que ya no encuentra trabajos dignos y que ve deteriorarse sus condiciones de vida y hasta su salud,o que cuando tiene trabajo cada vez gana menos y vive sometido a la incertidumbre del porvenir. Estudios recientes han revelado que la mortalidad asciende rápido entre los varones blancos de lo que antes se llamaba la clase trabajadora: la mala alimentación, la bebida, el tabaco, la falta de entramado sólido familiar y social. En vez del deseo de justicia, esta pobreza ignorante y desolada alimenta el resentimiento, no contra los más poderosos, sino contra los más débiles, o los que se perciben como ajenos, los negros, los emigrantes, y ahora los refugiados sirios. La derecha republicana atiza sin escrúpulo esa paranoia.
Esto lleva a una gran paradoja: el héroe de los blancos descontentos y airados es un demagogo multimillonario, Donald Trump. Uno de los miembros más visibles y más groseros de esa oligarquía que rige la economía y domina la política se presenta a sí mismo, con gran éxito, como un rebelde contra el sistema. Los estados en los que hay más pobreza, y que dependen más de las ayudas del gobierno federal, son los mismos en los que tienen más éxito las proclamas ultraliberales contra la perversidad y el despilfarro de ese mismo gobierno. Muchos de los que salen ganando con el “Obamacare”, la ley de ampliación del derecho a la salud -mucho más limitada que la de cualquier país europeo, o de Canadá- votan por los mismos que se empeñaron en sabotear esa ley, y que la abolirían si pudieran. Los demócratas miran los sondeos y se llevan las manos a la cabeza: los votante blancos pobres y de clase media baja se apartan del partido que más ha hecho por beneficiarlos, y vuelcan su simpatía hacia candidatos republicanos tan extremistas que por comparación hacen a Richard Nixon avanzado en asuntos sociales, que niegan la teoría de la evolución y se mofan del cambio climático.
Iba hoy por la calle, en la mañana luminosa, entre el barullo de víspera de la fiesta, cruzándome con gente cargada de bolsas y con mendigos, uno cada veinte o treinta metros en la acera de Broadway, mendigos y pobre gente derruida que duerme en el suelo tapándose la cabeza con una manta vieja o una bolsa de plástico o que escarba en los cubos de basura. Es un mundo raro.