Todo se olvida muy rápido entre nosotros, así que ya no habrá muchos que recuerden la época en la que se puso de moda, en ciertos ámbitos poco ventilados de la cultura literaria española, el término insultante y genérico de “angloaburridos”. Es probable que su inventor fuera Francisco Umbral, que lo usó mucho, pero también lo hizo suyo Camilo José Cela, y con él la cohorte numerosa de columnistas que le daban coba. Angloaburridos eran, o éramos, los escritores jóvenes que en vez de seguir el ejemplo tremendista, quevedesco y castizo de la prosa del premio Nobel, el tronco rancio de lo implacablemente español, imitábamos a escritores anglosajones, cuyos nombres nunca se precisaban, quizás por falta de familiaridad, o hasta de pura información. Un angloaburrido, como su propio nombre indicaba, era alguien que escribía como si tradujera del inglés, sin sangre hispana en las venas, tan tedioso por comparación con aquellos grandes maestros de la prosa nacional como un té tibio comparado con una copa recia de cazalla, un falso cosmopolita lánguido y hasta sospechoso de poca hombría. En una ocasión en la que Cela me honró con un artículo insultante, sus palmeros y costaleros celebraron a grandes carcajadas aquella muestra de ingenio satírico español, enraizada, decían, en lo mejor de las peleas literarias del Siglo de Oro. Uno de ellos, para ridiculizarme más, me comparó a ese tontorrón de las películas del Oeste que entra al saloon y pide un vaso de leche, ganándose el escarnio de la clientela y un puñetazo del sheriff —Cela como un montañoso John Wayne— que después de derribarlo sin ningún esfuerzo se toma un lingotazo de whisky.
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