De vuelta, o de ida

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Llegar de noche a Nueva York se parece mucho a soñar que se llega. Desde la ventanilla del avión, unos minutos antes del aterrizaje, se la ve de pronto emerger de la oscuridad como una amazonía de luces extendida hacia los límites del horizonte. Iluminado de rojo y azul, afilado como un lápiz, se distingue a lo lejos el Empire State Building. Podría ser algo más medianoche, según indican el cerebro y el reloj, porque la noche viene durando varias horas de negrura oceánica, pero al aterrizar son las seis de la tarde. Esa discordancia acentúa la irrealidad, la sensación de ensueño. Al salir de la terminal hacia la cola de los taxis todo es muy familiar y es desconocido. La gente se mueve en esa media penumbra tan particular de una ciudad en la que suele haber una iluminación nocturna escasa y rojiza. A lo largo de la autopista los carteles publicitarios tienen un resplandor con veladuras de niebla.

Un rato después he dejado el equipaje en casa y ese salido por mi barrio, extrañado de que en esa media noche de la que no me desprendo haya tanta gente y de que estén todas las tiendas abiertas. Soy un sonámbulo por los pasillos del supermercado, bajo estas luces crudas que resaltan artificiosamente los colores de las cosas, manzanas y tomates y naranjas pimientos rojos tan bruñidos como imitaciones perfectas. Aturdido de rareza y cansancio me pierdo sin consuelo buscando estanterías que parecen haberse borrado de mi memoria. Dónde estaba el café, dónde el aceite, la leche, la mantequilla. Es como uno de esos sueños en los que una torpeza irremediable le impide a uno llevar a cabo las tareas más sencillas. El abuelo negro de traje oscuro muy gastado y zapatos cuarteados y grandes que suele andar por esta zona, una Biblia en la mano y los bolsillos llenos de folletos, grita exactemente igual que la última noche antes de la partida: Hallelujah! Hallelujah! Las aceras están sobre todo iluminadas por la luz de las tiendas. Donde no hay tiendas ni restaurantes todo se vuelve más oscuro. El abuelo arrastra los pies y ofrece folletos que nadie acepta, pero se ve que no se cansa de anunciar el Juicio Final. Con ese traje tan antiguo, esa Biblia tan usada como sus zapatos, ese sombrero con una cinta negra, esa corbata de nudo retorcido, parece un predicador en un cuento sureño de Flannery O’Connor, una aparición de la literatura.