¿Que esto no tiene que ver con la religión? Un sujeto te decapita en cumplimiento de lo ordenado por un código escrito para nómadas del siglo VII, que anima a la ejecución de los infieles y la guerra santa contra ellos, y en el momento de alzar la espada grita que su dios es grande. ¿No tiene que ver con la religión de verdad? ¿Tampoco que se lapide a las adúlteras y se corte la mano a los ladrones? ¿O que la apostasía se castigue con la muerte? En ese caso, tampoco tendría nada que ver con la religión que a Giordano Bruno lo quemaran vivo en el Campo dei Fiori, y le atravesaran la boca y la lengua con dos agujas en forma de cruz, para evitar que siguiera denunciando a sus verdugos, ni menos aún que unos ultraortodoxos judíos lanzaran un cóctel molotov por la ventana de una familia palestina, ni que el Papa Pío XII determinara, por primera vez desde la Edad Media, que el levantamiento militar del general Franco era una Cruzada, o que en una mezquita de Beirut una bomba detonada por fanáticos sunníes matara a cuarenta musulmanes chiítas. Etcétera.
Y por mucho que parezca lo contrario, tampoco se podría relacionar con la religión el empeño de Martin Luther King por dedicar su vida y hasta sacrificarla a la lucha por la igualdad de negros y blancos en Estados Unidos, o el empeño contrario de sus enemigos blancos, convencidos de que la Biblia exige aquello mismo contra lo que se rebela el reverendo King. En un caso y en otro la justificación está en las escrituras sagradas. La incómoda verdad es que cuando una persona cree conocer la voluntad del Ser Supremo, las consecuencias son impredecibles: le pueden llevar a la generosidad o al asesinato, a entregar su vida por una causa justa o sacrificar las vidas de otros en nombre de algún oscuro pasaje de un texto escrito sobre un pergamino o un papiro hace muchos siglos.
Hay muchas causas, claro que sí. Hay en ciertas personas una curiosa tendencia a diluir la responsabilidad concreta de los verdugos en una vaga culpa general. Todo eso lo hemos visto antes, y más cerca todavía. En todo esto interviene mucho lo que Dickens llamaba filantropía telescópica: sentir tanta pena por el sufrimiento de los que están muy lejos que no se tiene tiempo de fijarse en los que padecen al lado. También están las lecciones de valentía de los que ejercen el heroísmo desde el sofá de su casa y especulan gratis sobre la cobardía de las víctimas. Pero la identidad precisa de los culpables y el castigo que han de imponerles las leyes de una sociedad democrática ha de ser tan claramente establecida como la identidad de las víctimas y el respeto sagrado que se merecen.
Y además habrá que seguir defendiendo y mejorando los límites que la legalidad democrática establece como garantías contra el potencial explosivo, contra las peores posibilidades de las religiones, lo mismo las literales que las disfrazadas de ideologías salvadoras: la separación radical entre religión y estado, la protección tajante del pluralismo y de los derechos individuales, entre ellos la libertad de expresión y la igualdad ante la ley, que no puede ser disminuida ni limitada en virtud de ningún precepto religioso, de ninguna presunta singularidad cultural -y me refiero específicamente a los derechos de las mujeres y de las minorías sexuales.
Una gran parte de todo esto lo hemos aprendido, precisamente, de Francia. Ahora más que nunca pienso en todo lo que le debo: como ciudadano, como lector, como escritor, como aficionado a los placeres terrenales de la vida, los que cultivaban pacíficamente los hombres y mujeres que fueron asesinados el viernes por la noche, los placeres que despiertan el odio de todos los fanáticos, intoxicados de siniestra pureza, los celebradores del Viva la muerte.
Vive la France.