En sus caminatas y sus divagaciones por Dublín Leopold Bloom lleva una patata en el bolsillo del abrigo, y la manosea como un talismán secreto. Yo creo que hay que llevar siempre, en vez de una patata, un libro, un libro breve o poco voluminoso que quepa en un bolsillo grande, un libro para leer en el metro o en el autobús o en la sala de espera o en ese rato que nos queda de sobra a los neuróticos que llegamos muy anticipadamente a una estación o a una cita, retales gustosos de tiempo en los que el libro nos regala su cercanía y su tacto.
Yo llevo estos días un libro perfecto para esa tarea, para esa compañía: Orquesta de desaparecidos, de Francisco Javier Irazoki. El libro es perfecto por su tamaño y porque está hecho de textos breves en prosa, ninguno de más de una página, algunos de unas pocas líneas. Es como un libro de memorias al que se le hubiera quitado el peso muerto de los detalles y las fechas, un diario en el que no hay constancia de los días desvanecidos, una crónica generacional sin narcisismo ni nostalgia, una rememoración lúcida y dolorida de los años del terrorismo, una celebración equilibrada del haberse ido y del regreso, del aquí y el allá y el ayer y el ahora. Y por supuesto, tal vez sobre todo, es una galería de desaparecidos, de gente borrada por la muerte o la ausencia. Y todo eso en apenas 120 páginas.
En algunas de ellas se expresan serenamente declaraciones de principios:
“En mi opinión, la búsqueda del malditismo es trivial, y sus simas presentan a menudo la forma de una mirada injusta. Disiento de quienes piensan que la calidad creativa es el fruto de alguna derrota íntima. He encontrado más profundidad en artistas que desde la lucidez resaltan la existencia”.
“Entre algunos supuestos protectores del euskera no faltaron las desmesuras. Tachar los letreros viales escritos en español fue una de sus tristezas culturales preferidas. Con palabras borradas cerraron las mentes. Su desafecto hacia otras lenguas era la prueba de la insinceridad con que defendían la propia; vi que usaban esa aventura para llenar el vacío íntimo. Al cumplir años he perdido convicciones. Una de ellas sigue conmigo y sé que va a acompañarme hasta los últimos días: quien ama un idioma ama todos los idiomas”.