Emilio querido

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Por un mensaje de José Gutiérrez me enteré ayer, con la crudeza de una bofetada, de la muerte en Granada de mi amigo Emilio de Santiago. Murió solo, en su casa, con 69 años. Era una de las personas más sabias, mejor educadas, más afectuosas que he conocido. En otros tiempos nos encontrábamos por Granada y nos poníamos a charlar y se nos iba el tiempo. Encuentros y abrazos en el Zacatín, en la calle Oficios, cerca del palacio de la Madraza, en la calle Reyes, Emilio siempre con su cartera de profesor, con su andar cada vez más ensimismado y ausente, muy solo en esa ciudad en la que había nacido y de la que no se ausentó casi nunca, en la que fue muy querido y también muy postergado, porque es muy difícil que una persona de su talento y sus cualidades reciba la atención que merece. Veneraba el recuerdo de su maestro en el arabismo, don Emilio García Gómez, de quien había aprendido el rigor filológico y la sensibilidad por la poesía. Alguna vez lo vi llevándolo del brazo por la calle, cuando don Emilio era ya muy viejo. Visitar la Alhambra con Emilio de Santiago era ver aquel palacio en una plenitud de esplendor irrepetible. Hace solo unas semanas Salman Rushdie se acordaba en Madrid de cuando Emilio nos guió a los dos por la Alhambra, recién cerrada al público, un atardecer de septiembre, hace 20 años. En el silencio y en la luz dorada de la tarde el patio de Comares se reflejaba exacto en el agua del estanque. Emilio nos habló del sentido simbólico de ese reflejo: la Alhambra en sí misma como un espejismo o un sueño, la vanidad del mundo que parece sólida y se deshace en cuanto se agita el agua. Emilio recitaba en voz alta los poemas de Ibn Zamrak inscritos en las paredes. Los policías de la escolta de Rushdie nos seguían a una distancia discreta. Entre los setos de un jardín levantó de pronto el vuelo una garza, con un sonido como de ramas agitadas por un viento repentino. La luz rosa de la tarde teñía el plumaje blanco de la garza.

Emilio era un poeta delicado y más bien secreto, y un conocedor apasionado de la lengua árabe y de la cultura árabe española. Cuando escribía mi libro sobre la Córdoba Omeya el me indicó lecturas, me hizo sugerencias, revisó el texto final. Guardo un afecto particular por uno de los libros suyos que leí primero, un estudio sobre el poeta y visir granadino Ibn al-Jatib, al que llamaban “el de las dos muertes”, porque sus enemigos lo estrangularon y lo enterraron, y luego, insatisfechos con la venganza, desenterraron el cadáver y lo volvieron a apuñalar. Emilio tradujo un poema en el que Ibn al-Jatib predecía su propia muerte:

Direis: “Ibn al-Jatib murió”.

Alegraos si fueseis inmortales.

Emilio era, a su manera, muy católico y muy sentimental. Sufría de amores tremendos y de soledades monacales. Su niñez y su adolescencia, en aquella Granada, en una familia beata y militar, le dejaron una gran huella de melancolía y de irreverencia. Ni disimulaba su homosexualidad ni hacía ostentación de ella. Pasaba en un segundo de la evocación de un aria de ópera o un verso de Fray Luis a la imitación deslenguada de una pescadera granadina. A mí se me quejaba cordialmente cuando me leía alguna declaración de ateísmo o alguna crítica de la fe católica. Me decía a veces que rezaba por mí, y yo se lo agradecía de corazón: no me hacía falta creer en Dios para creer en el cariño que animaba las oraciones de mi amigo. Era extremado en sus amores y en sus fobias, inagotable en sus diatribas contra la ignorancia de muchos expertos oficiales. Cuando le enviaba un libro me respondía con una carta manuscrita, con una letra impecable de estilográfica. Yo iba menos a Granada y ya no nos encontrábamos como antes, pero de vez en cuando hablábamos por teléfono.En su voz se acentuaba el tono quejumbroso del acento granadino. Se veía a sí mismo como un desterrado de otras vidas mejores que no hubiera podido o sabido tener. Lo hacía sufrir cada afrenta contra la belleza tan maltratada de su ciudad, cada estupidez política que dañaba o abarataba la Alhambra. No había nadie como él. Ahora me da más tristeza todavía no poder acordarme de cuándo fue la última vez que nos vimos.

Descansa en paz, Emilio querido.

Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace…