Vuelve Zenobia

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Lo primero que pude leer de Zenobia Camprubí fueron unas cartas que le había escrito a Juan Ramón Jimenez cuando eran novios. Estaban llenas de inteligencia y de amor, pero también de una burla saludable, una guasa irreverente hacia las inclinaciones románticas y sombrías de su prometido. Luego leí los diarios que publicó Alianza, tristísima crónica del exilio y del deterioro del poeta, y de la paciencia y el tesón de Zenobia, su coraje cotidiano para hacer frente a la pobreza, a la inseguridad, al carácter imposible de aquel marido que se volvía cada vez más dependiente de ella y más huraño.

Volví a leer con mucho cuidado esos diarios cuando preparaba La noche de los tiempos. Me sirvieron en parte para imaginar el carácter de la esposa del protagonista: sobre todo su mezcla de progresismo político discreto y fe religiosa. La Adela de mi libro tuvo bastante de Zenobia Camprubí y algo también de Margarita Bonmatí, sobre todo de las cartas que le escribía a su marido, Pedro Salinas, con una dignidad estremecedora, más aún por comparación con los devaneos literarios algo hipócritas de las cartas de él, que suenan siempre a impostura, incluso las que escribía a Katherine Whitmore.

Es raro acordarse de esos personajes, con los que viví tan estrechamente durante varios años, y que luego, como siempre, se quedaron atrás, ausencias sin huella. Ahora celebro que la Fundación José Manuel Lara haya publicado diarios y textos de juventud de Zenobia. Las mujeres de clase media de aquella generación conocieron la esperanza, el atisbo de la libertad, y luego lo perdieron todo. Para descubrir la intimidad de esa España el testimonio de Zenobia Camprubí es imprescindible.

Antonio Muñoz Molina
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