Sevilla y los amigos, los conocidos y los desconocidos, los de siempre y los nuevos, y la ensaladilla rusa y el revuelto de setas y huevos en Becerra, y la horizontalidad de las ciudades con ríos cercanos a los deltas, y el fresco de las nueve de la mañana en la plaza Nueva; y luego el tren y el olor a mar y la niebla azul a lo lejos cuando se ha pasado de Jerez, y la humedad marina del aire en el momento mismo de pisar el andén en el Puerto de Santa María. Elvira viene de Cádiz y nos citamos en la Piriñaca, que está entre la desembocadura del Guadalete y la playa de la Puntilla. La mañana empezó calurosa y según avanza el día se refresca con una bruma atlántica. He paseado por los pinares de las dunas, con el horizonte de la bahía entre los troncos y las copas. La arena y su cubierta esponjosa de agujas de pinos amortiguan todos los sonidos, salvo el de mis pasos. Está muy cerca la ciudad, pero hay un limpio silencio de bosque. Con las lluvias recientes han brotado verdes frescos de tréboles en la aridez del suelo arenoso, donde los escarabajos y las hormigas van ensimismadamente a lo suyo. Hay arbustos de desierto, con hojas diminutas y espinas afiladas. Sus semillas habrán cruzado el Estrecho con los vientos de África. Después de hablar en público y de estar muy rodeado de gente es saludable esta inmersión de soledad y silencio.
Y después la calle, desde luego, la alegría de las barras de los bares en la bahía de Cádiz, acedías fritas y choco a la plancha en la Piriñaca, cañas y boquerones en vinagre en el Mosquito. Elvira ha traído de Cádiz como un tesoro un disco de alegrías y bulerías de David Palomar, y no paramos de escucharlo, el sábado por la tarde, en el tren que nos devuelve a Madrid.