En la tarde oscurecida y silenciosa de lluvia las aceras del barrio se llenan de hojas empapadas. El olor de la tierra y las hojas llena los pulmones, la gran promesa tranquila de fertilidad del otoño, cuando el agua llegaba oportuna justo después de la vendimia y la siembra. Con el anochecer ha cesado la lluvia. Entonces salgo a la calle, buscando a los caracoles. Sé dónde encontrarlos. Hay un jardín abandonado, con una tapia baja y una alambrada que lo separa de la acera. En su interior se han ido acumulando hojas caídas de varios otoños, una maraña de hierbas que brotan cada primavera y se agostan con el calor del verano. Al cabo de meses de sequía, en cuanto cae la primera lluvia, por escasa que sea, hay una noche en que los caracoles salen de su catalepsia debajo de ese lecho de hojas y tierra. Qué señal bioquímica recibirán que los haga despertarse en el interior de la concha. Trepan despacio por la tapia, se desbordan sobre ella, invaden la acera, cada uno en su particular itinerario. Una farola cercana da muy poca luz y hay que caminar con mucho cuidado para no pisarlos. Es un dolor el crujido débil de una concha bajo un zapato. Es una sigilosa resurrección que solo llega en las condiciones propicias: la noche que cae, la lluvia reciente, las hojas empapadas. La expedición lentísima de los caracoles durará toda la noche, como la de los vampiros y los búhos. Si salgo temprano por la mañana y hay humedad en el aire todavía queda algún caracol incauto al que sorprendió la luz del día.
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