Las librerías

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El otro día estuve conversando en público con Lola Larumbe en la librería Rafael Alberti, que cumple cuarenta años. Fundar una librería con ese nombre y con esa ambición en el otoño siniestro de 1975 era toda una declaración de principios. Durante algún tiempo los patriotas de la camisa azul tiraron piedras y cócteles molotov a sus escaparates. Hay un tipo de patriota con especial querencia a aplicarle el fuego a las palabras impresas. La querida Lagun de San Sebastián conoció bien ese tipo de visitantes, iguales en vileza y grosería pero con banderas diferentes. En Granada, en los primeros años ochenta, a los de Cristo Rey les dio por quemar kioscos de prensa. Se animaron y un día le pegaron fuego a la sede del Partido Comunista, donde por milagro no ardió nadie. Hicimos una lectura colectiva en desagravio, en un salón de actos donde todo estaba todavía quemado. Fue una de las primeras veces que leí algo en público.

Ayer estuve en la librería Nollegiu, en Barcelona, en una calle recogida del Poble Nou que se llama Carrer de l’Amistat. La calle de la Amistad no tiene tráfico, y la gente camina y monta en bici tranquilamente por ella. Hay una chacinería, una cuchillería, una bodega muy bien surtida en la que queda un rastro de olor antiguo de despacho de vinos. Y allí está la librería, como una de esas tiendas nobles y bien surtidas que a fuerza de calidad, buen trato y trabajo sostienen la vitalidad pupular de las calles, que es el comercio independiente. Me había hablado de ella Jordi Corominas, y tenía muchas ganas de visitarla. Al frente está Xavi, un gran librero activista que dice disfrutar cada día de su trabajo, y se le nota mucho. No es un espacio muy grande, pero sí abierto y acogedor y bien aprovechado, con mucha literatura, en catalán y en castellano, los libros de poesía desplegados muy visiblemente. En una pared hay colgada una entrevista con Mark Strand. Hay dos o tres sillones cómodos para sentarse y leer. Luego cenamos juntos, con Jordi y un grupo de amigos instantáneos que parecen de siempre, charlando hasta las tantas de literatura y de música. Visto y no visto. Esta mañana vuelvo a Madrid en el tren, y me quedo adormecido con el solecillo de octubre en la cara, con el libro de Montaigne abierto sobre las rodillas.

Dice Montaigne, por cierto: “Nadie está libre de decir tonterías. Lo malo es decirlas concienzudamente”.