Cada año me gusta disfrutar de los primeros soles del otoño en Segovia. Hay una concordancia particular entre el oro suave del sol y el color de las piedras y de los tejados, y el del campo todavía amarillo y los pinares cuando se cruza a la otra vertiente del Guadarrama: oros y verdes atenuados, azules de llanura en la lejanía. El color de las piedras y los arcos anchos en los palacios platerescos, la severidad de la arquitectura y del paisaje, me hacen acordarme de Úbeda, una Úbeda algo menos maltratada. Y luego, como cada año por ahora, está el placer en prosa de tomar algo charlando con amigos antiguos y conocidos recientes en una terraza de la plaza Mayor, que es el arquetipo de una plaza de capital de provincia española, una maqueta de plaza: los soportales, la torre del reloj, el kiosco de la música, los pájaros en los árboles, el balcón del ayuntamiento, los cafés, las confiterías. Sentado bajo un toldo con una cerveza, en el mediodía del domingo, uno entiende la felicidad soñolienta y alerta de los gatos al sol.
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