Me gusta poner siempre mucho cuidado en los títulos, en el de un artículo tanto como en el de una novela. Esta semana, por una confusión, ha salido con otro que no era, pero aquí va:
En la última frase de su libro inacabado sobre Las Meninas Michael Jacobs empuja una puerta hacia el interior de un palacio. Ha llegado a él después de una caminata por el Madrid contemporáneo y sombrío de los peores tiempos de la crisis, pero en el relato no acaba de saberse si el palacio al que entra es el de Oriente o el antiguo alcázar que ardió en 1734, porque lo que va buscando es una sala que ya no existe, la Sala del Príncipe, donde sucede el cuadro, y donde parece ser que estuvo colgado durante muchos años. Michael Jacobs, escritor de viajes, es más que nunca en este libro escritor de viajes en el tiempo. Lo empezó un poco antes de cumplir sesenta años, convencido de que en él podía resumir una fascinación de toda su vida por Las Meninas y algo parecido a una autobiografía, al relato de su propia educación, que fue la del estudio de la Historia del Arte y el descubrimiento de España, a la manera de los viajeros británicos del Romanticismo y más allá: los viajeros más sobrios, los dotados de una mirada lúcida y cordial hacia el país, tan empeñados en contar su realidad y comprender su historia como en desacreditar estereotipos que muy probablemente ya son indestructibles. Jacobs se sumergió en el cuadro y en toda la literatura abrumadora que existe sobre él, y, como suele ocurrir cuando alguien muy apasionado estudia en profundidad un asunto, debió de dejarse llevar por una intoxicación gozosa, tan excitante por los nuevos detalles que iba descubriendo como por las zonas de misterio que no aminora ningún documento y que parecen volver superflua o arbitraria cualquier interpretación.
Hay libros o cuadros que lo acompañan a uno durante toda la vida y no dejan de alimentarlo y de maravillarlo, convertidos en elementos cruciales de su biografía. Leerlos una vez más, mirarlos de nuevo en la misma sala del museo en la que siempre parecen estar esperándolo, es verse confrontado con la experiencia entera que uno hay ido acumulando, con la interrogación permanente que no apacigua la familiaridad. La obra te conduce a ti mismo y te saca de ti mismo. Descubres cada vez en ella pormenores nuevos que provocan gratitud, una alegría íntima y a la vez impersonal, porque te limpia de ese egocentrismo mórbido que a veces se confunde con la vida interior. A los sesenta años, volviendo al Prado para mirar de nuevo Las meninas, Michael Jacobs se acordaba de su primer viaje a Madrid y su descubrimiento del cuadro, al final de la adolescencia, cuando su vocación no estaba definida, cuando España era todavía un país atrasado y exótico sometido a una dictadura.
Los libros se sueñan, gradualmente y también de golpe, antes de escribirlos. Michael Jacobs vería ante sí un libro que tendría en su centro Las Meninas pero que se expandiría en direcciones cambiantes, manteniendo una suprema unidad sin esfuerzo, de un modo parecido a como el propio cuadro tiene en su centro a la infanta Margarita y si embargo va cambiando su perspectiva y sus puntos de fuga según uno lo mira, según se acerca o se aleja o cambia el ángulo de su visión.
Sería extraordinario lograr una impresión en un libro: seguir los episodios de la propia vida asociados con el cuadro; viajar imaginariamente entre el Madrid de ahora mismo y el de Velázquez, y el de los viajes sucesivos de Jacobs, desde el final de la dictadura y el tránsito hacia la democracia y el fervor de las libertades y los espejismos de la prosperidad y el derrumbe agravado por la corrupción y la incompetencia política. En 1656, para Velázquez, pintar el cuadro habría sido una manera de aislarse de la quiebra del país y de la monarquía, arruinada por guerras y despliegues insensatos de lujo barroco. En un Madrid del que se levanta el clamor de las marchas multitudinarias de protesta y del campamento de amotinados en la Puerta del Sol, Jacobs vuelve al Prado y lo encuentra casi desierto, porque hasta los turistas han dejado de venir: pero allí está, en la misma sala, aguardando, la mirada de Velázquez, la de la infanta, con su altanería de niña mal criada, los ojos guiñados y soñolientos del perro tumbado, las manchas espectrales de los reyes en el espejo, y esa puerta del fondo por la que entra la luz exterior, con la figura del aposentador que parece recién llegado o a punto de irse, que va abriendo camino a los que se marcharán tras él o contempla a los que uno por uno ha dejado pasar, la extraña procesión como de freaks de Tod Browning: la infanta y sus camareras y servidores y bufones y el perro.
En el libro que Jacobs planea estarán las sucesivas interpretaciones del cuadro, su historia desde los años en que estuvo colgado en un despacho particular del rey, el enigma de la obra maestra que no ve casi nadie . Y luego los desastres: el incendio del alcázar, del que se salvó de puro azar, los bárbaros bombardeos fascistas en el primer otoño de la Guerra Civil, los viajes en camiones por carreteras a oscuras, primero a Valencia, luego a los sótanos del castillo de Perelada, luego a Ginebra, por fin el regreso en un tren que atraviesa Europa cuando está empezando otra guerra más destructora todavía, un cuadro grande y frágil que podía haber ardido o ser destrozado y haber desaparecido para siempre. En Madrid, en 2013, Michael Jacobs conversa con un anciano trémulo de noventa y dos años que es el único superviviente del grupo de técnicos que acompañó Las Meninas en su viaje de vuelta.
Cuanto más escribía e indagaba más cosas necesitaba escribir. El libro era una culminación y un punto de partida. Un dolor persistente en la espalda le hizo ir al médico. Había imaginado que sería lumbago: era un cáncer renal. Los médicos pronosticaron que podría vivir unos tres años. Quizás con uno le bastaría para terminar el libro. Pero la enfermedad se aceleró y a los pocos meses ya estaba claro que iba a morir. En la cama del hospital le seguía dictando a un amigo, Ed Villiamy, que ha dado forma al libro inacabado, Everything Is Happening: Journey into a Painting. Según la vida se le iba acabando Michael Jacobs intuía que una parte del misterio de Las Meninas está en el tránsito del tiempo: ese instante detenido o congelado se disipará un instante después, cuando las doncellas terminen su genuflexión, cuando el pintor absorto dé una pincelada, cuando la infanta tome en su mano tan blanca el búcaro de arcilla roja. De pronto esa figura del fondo se convertía para él en el centro de la pintura. Al hombre a punto de morir le parece que el aposentador vestido de negro le está indicando con un gesto que le siga, que le mostrará algo que no ha visto nadie, el secreto último del cuadro, o el de una vida completa y detenida para siempre, cerrada por la muerte, como se cierra la puerta de una habitación. Las Meninas es una cripta del tiempo.