Llovió algo durante la noche y por la mañana temprano el aire está húmedo y muy fresco y aunque hace sol atraviesan el cielo grandes nubes viajeras, altas como galeones con las velas desplegadas. Esa frescura, ese olor a vegetación, esos cielos, me devuelven de inmediato a las mañanas de Amsterdam. Como la mente es más flexible de lo que parece se puede estar muy a gusto en este mismo momento en una ciudad y añorar poderosamente otra. Luego va entrando el día y hace un calor tolerable muy de septiembre y de Madrid, de modo que Amsterdam se queda más lejos, aunque solo sensorialmente. Cómo me enamoré de esa ciudad y de ese país en los casi dos meses que pasé allí hace tres años. Me gustaría que fuera verdad lo que dice Baudelaire: un pays qui te ressemble. Un país que se te parece, o al que te pareces, o quieres. Por motivos de trabajo tengo que ir al Prado. No ignoro que en estos tiempos agrios mostrar que se disfruta del trabajo de uno puede ser ofensivo. Voy a ver Las Meninas, porque tengo que hacer un artículo sobre el libro que Michael Jacobs estaba escribiendo cuando murió, pero antes me distraigo en las salas de los flamencos, de Platinir, el Bosco, Brueghel el Viejo, los ejércitos de la muerte asaltando a los vivos ante un horizonte de negrura iluminada de incendios. Se me va la mañana, igual que se me iban en los museos de Amsterdam. Luego salía a aquella esplanada inmensa, con su hierba reluciente y su gran cielo azul cruzado de nubes sobre un horizonte bajo de pintura holandesa.
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