Hay esos libros que uno está siempre a punto de leer y pasan los años y no ha leído: sabe que son importantes, ha leído sobre ellos, los ha comprado, incluso, hasta varias veces, en vidas y ciudades distintas, ha llegado a abrirlos, los ha dejado para después, un después que no viene nunca.
Y de pronto llega a ellos. La deriva de mis lecturas cervantinas me ha llevado a Guzmán de Alfarache, que he tenido siempre en casa, y que nunca había leído. Al principio es áspero y hosco, difícil de traspasar. Poco a poco va calando su música sombría. Tiene una elocuencia oscura de predicador, una ira de profeta bíblico, una furia en la negación de todo que me hace acordarme de otros grandes negadores de la literatura: Céline, Bernhard. Estoy convencido de que los escritores más grandes son los que afirman y niegan, pero sobre todo afirman, y por eso rara vez dejan de tener un poderío de ebriedad, una veta de humorismo. Mateo Alemán ve el horror verdadero del mundo, pero solo ve eso. No sé si lo mueve más el escándalo ante la injusticia y el abuso de los poderosos contra los débiles o la misantropía sin resquicio:
“Todo fue vano, todo mentira, todo ilusión, todo falso y engaño de la imaginación, todo cisco y carbón, como tesoro de duende“
“Todo anda revuelto, todo apriesa, todo marañado… todos vivimos en asechanza los unos de los otros, como el gato para el ratón, o la araña para la culebra”.
Y lo más terrible que he leído hasta ahora en el libro: “Andaba entre lobos: enseñéme a dar aullidos”.
Una ira así parece que hace falta para contar unos cuantos espectáculos de estos tiempos. Y sin embargo hace la misma falta la sorna de Cervantes, su delicada ironía, su capacidad para contar también el gozo: “Recibió tanto contento doña Clara que ninguno en aquella sazón la mirara al rostro que no conociera el regocijo de su alma”.