Mientras espero a mi amigo en la cafetería oigo hablar a las dos mujeres que desayunan en la mesa de al lado. Las dos, enjutas y fumadoras -esto se les nota en lo grave de las voces y en la sequedad de la piel- forman parte de esa clase social que cuenta, entre sus privilegios hereditarios, con un bronceado algo excesivo, inmune a los cambios de las estaciones. Como suele ocurrir, una habla mucho más, y la otra escucha y asiente. La habladora dice: “Yo antes a mi piso le llamaba siempre eso, mi piso, o mi ático, pero ya me he hartado. Ahora le llamo el penthouse. Y a tomar por culo”.
Mi amigo, Alejandro, antiguo alumno de Nueva York, es uno de esos venezolanos inteligentes y muy bien preparados que ahora andan por el mundo. Su juventud no lo exime de una nostalgia prematura. “Los amigos de mi generación hablamos de Caracas y parecemos viejos. Hablamos de la ciudad de hace diez o quince años pero es como si nos acordáramos de una ciudad de otra época”.