A Cervantes le alegraba y enorgullecía el éxito de Don Quijote, pero la obra suya que le importaba de verdad, la que pensaba que duraría tras su muerte, era Persiles y Sigismunda. Unos días antes de morir seguía trabajando en ella.
Yo leo ahora Persiles por curiosidad, por amor a Cervantes, por cabezonería. Leer esa prosa es como participar en uno de esos campeonatos de natación en gofio de los que habla Cortázar en un cuento tardío.
El tedio se disipa muy brevemente cuando aparece Cenotia, un personaje torvo y malvado entre tanto heroísmo, nobleza y santidad. Cenotia es lo peor: una hechicera, una mujer madura y lasciva que intenta seducir a un jovencito cándido. Pero solo su voz vibra de verdad:
“Soy natural de España, nacida y criada en Alhama, ciudad del reino de Granada (…) Salí de mi patria hace cuatro años, huyendo de la vigilancia que en aquel reino tiene los mastines veladores del católico rebaño. Mi estirpe es agarena”.
“La persecución de los que llaman inquisidores en España me arrancó de mi patria, que cuando se sale por fuerza della antes se puede llamar arrancado que salido. Vine a esta isla por estraños rodeos, por infinitos peligros, casi siempre como si estuvieran cerca, pensando que me mordían las faldas los perros que aún temo”.