En estos días de aniversario de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki me acuerdo del profesor Roger Shattuck, al que conocí en Madrid hacia finales de los años noventa. Shattuck era uno de esos viejos americanos nervudos y enérgicos, que saben de carpintería y parece que hubieran sido marinos o guardabosques. Era un especialista magnífico en la gran literatura francesa, desde Baudelaire a Proust. Había escrito un libro que me impresionó mucho, Forbidden Knowledge, un tratado entre histórico, literario y confesional sobre los límites del conocimiento: sobre esa admonición, tan frecuente en los mitos y en los cuentos, de no querer saber más allá de cierto punto, de no atreverse a ciertas audacias prometedoras que pueden resultar catastróficas. ¿Siempre es legítimo saber más, desarrollar cualquier posibilidad tecnológica? ¿No es prudente, en algunos casos, una tregua voluntaria, una decisión de no ir más allá, para evitar consecuencias incontrolables? Incluso en la vida personal, ¿no hay cosas que no necesitamos saber, y que si nos las cuentan solo servirán para causarnos dolor, y no para aliviar ni remediar nada? Le recomendé el libro a María Cifuentes, estupenda directora de la editorial Taurus en aquellos años, y ella lo hizo traducir. Cuando se publicó en España Shattuck vino a presentarlo, y tuve la suerte de pasear con él por Madrid y conversar y tomar arroces caldosos, a los que resultó muy aficionado.
Shattuck tenía un motivo personal para esa preocupación suya sobre los límites delo conocimiento humano. En 1945, un día de mediados de agosto, voló en un avión militar sobre las ruinas de Hiroshima. Lo que vio no lo olvidó nunca. Era un piloto muy joven, y a principios de agosto de aquel año estaba seguro de que iba a morir cuando empezara el asalto al Japón. Las unidades aéreas ya tenían designados sus objetivos. Dada la resistencia que se esperaba, y la fiereza de los pilotos japoneses, se daba por supuesto que la invasión iba a costar mucha sangre.
Cuando le llegó la noticia de que el Japón se rendía después de las dos bombas atómicas sintió horror y felicidad, sobre todo felicidad. De pronto tenía por delante la vida entera, la vida intacta de un muchacho de veintitantos años que ya no iba a morir en la guerra. Luego voló sobre la ciudad arrasada. Cuando el reportaje de John Hersey sobre Hiroshima se publicó en el New Yorker un año más tarde -no creo que haya un texto de no ficción más importante ni mejor escrito- Shattuck comprendió aún más el espanto de lo que había sucedido, el horror desatado gracias al progreso de la ciencia y la tecnología, la inconcebible capacidad de destrucción que ahora tenían en sus manos los hombres.
Pero me contó muchas más cosas. En su conversación estaba todo el fervor y toda la claridad de su escritura, de su sabiduría de profesor humanista. Me contó que aprendió de niño la palabra “abdication” escuchando en la radio la noticia de la llegada de la II República. Una vez, a principios de los años cincuenta, iba por una acera de Manhattan y vio venir hacia él a Billie Holiday, con un tocado espléndido de visión sobre los hombros, llevando de la correa a un perro diminuto.
Por cierto: Hiroshima está muy bien traducido al español por Juan Gabriel Vásquez