Diego Ariza rescata entradas mías de los últimos años con referencias al café Central, que al cabo de más de cien años ha cerrado de mala manera, de la noche a la mañana, dejando a 19 trabajadores en la calle. Tan de la noche a la mañana que yo he tenido que cancelar una cita que tenía mañana con un alumno de visita en Madrid. Era un hábito: la semana pasada estuvo aquí Jazmina Barrera, que venía de Nueva York y de México, y dónde iba a decirle que tomábamos algo sino en el Café Comercial, donde nos protegimos del calor de Madrid y charlamos sobre el libro que Jazmina se trae entre manos, una travesía por los faros del mundo, entre la geografía y la literatura.
No sé cuántas veces he estado en el Comercial, cuántas conversaciones he mantenido en torno a sus mesas de mármol, cuántas veces me he quedado mirando por la ventana a la gente que pasa, en esa encrucijada de la glorieta de Bilbao que ya nunca será la misma, lo más vivido y lo más abierto de Madrid. A la misma puerta del Comercial está la boca del metro que me llevaba directamente desde mi casa, cuando no iba en bici o caminando, una hora justa a través de la ciudad. Y justo enfrente hay un kiosco glorioso en el que se venden a precios de saldo centenares de películas en dvd. Esa es, o era, la biodiversidad de las ciudades. Cuando vino Felipe Cano desde su Ampurdán quedamos en una mesa del café Comercial. Cuando tenía que hacer una entrevista o que charlar con alguien que me iba a dar información para un libro era allí donde me citaba.
Ahora eso es el pasado. Pierde uno la cuenta de todas las cosas que le gustan que han desaparecido o están en peligro de desaparición, cosas comunes que mejoran la vida, el aire limpio, las abejas, las librerías, los cafés. La presión del dinero está desfigurando y uniformando las ciudades. En casi cada esquina de Manhattan hay ahora un Starbucks, un banco, un Duane Reade. Las ciudades como imitaciones de centros comerciales, una secuencia de franquicias. La Gran Vía de Madrid, que tuvo un comercio tan variado, ahora es una desolación de cadenas de tiendas de ropa y de comida rápida. No es nostalgia: la uniformidad empobrece, y cuanto menos diverso es un ecosistema más vulnerable se vuelve. Quiero ciudades para caminar y para mirar y para ejercer la ciudadanía, no parques temáticos para turistas ni centros de lujo para multimillonarios a los que sirvan personas que han de vivir a horas de distancia. Quiero poder sentarme en un café sin que me asedien para que consuma más ni me martiricen con una música escogida según un algoritmo corporativo. Quiero que sea distinto estar sentado en un café de Lisboa que en uno de Nueva York o Madrid o Shanghai. Quiero llegar al Comercial en una mañana calurosa de verano y sentir el alivio inmediato de su penumbra, apoyar los codos en el mármol fresco de una mesa mientras charlo con alguien, oyendo al fondo el rumor de muchas otras conversaciones, no un silencio funerario de zombies con auriculares tecleando en portátiles, sorbiendo un café con leche aguado por una pajita.