Mi amigo Gonzalo de las Heras, que era vecino y amigo suyo, me invitó a comer con E.L. Doctorow en Nueva York hará unos diez años. A mí me gustaban mucho las novelas suyas que había leído por entonces: Ragtime, The Waterworks, Billy Bathgate, The Book of Daniel. Luego leí otra extraordinaria, Homer & Langley, y un libro muy bueno de ensayos sobre literatura, The Creationists. El año pasado, en una de nuestras comidas periódicas, comidas de larga conversación que echo de menos cuando se espacian mucho, Gonzalo me regaló la última novela de Doctorow, Andrew’s Brain, y me dijo que estaba enfermo. Empecé a leerla con mucha ilusión, pero me pareció, tristemente, una novela desganada, fatigada, y no la terminé. No encontraba en ella esa capacidad incomparable de Doctorow para invocar un mundo y un tiempo completos, para arrastrarlo o sumergirlo a uno en una máquina del tiempo. En pocas novelas como The Waterworks he tenido la sensación imposible de habitar de verdad una burbuja del pasado lejano, Nueva York en los años posteriores a la guerra civil americana.
Aquella comida fue muy grata. Gonzalo y Doctorow, al que llamaba Ed, se conocían de muchos años. Estábamos en uno de esos clubes con suelos de madera, chimeneas labradas, muebles severos, manteles blancos, donde los camareros se mueven con sigilo y apenas llega los ruidos de la calle, aunque estén en el corazón de Manhattan. Doctorow tenía una expresión seria y afable. Hablaba poco de sí mismo y preguntaba mucho, y escuchaba con mucha atención. En ese momento estaba teniendo uno de los grandes éxitos de sus últimos años, con la publicación de The March. Decía que algo que había aprendido con el tiempo era a confiar en el acto de escribir: a dejarse llevar por lo que sucedía en el momento mismo de la escritura. Si Gonzalo y yo no estuviéramos ahora en continentes distintos me había gustado encontrarme con él para comer en uno de esos raros sitios tranquilos en los que se puede hablar y tomar una copa de vino en memoria de E. L. Doctorow, de su amigo Ed.