A los anglosajones que estudian español una cosa que suele traerlos de cabeza es que los nombres de las cosas, careciendo de sexo, tengan género gramatical: que un zapato sea masculino y una puerta femenino, que los gatos y las gatas en común sean gatos pero que las jirafas y las panteras y las ratas incluyan a machos y hembras en su nombre femenino, etc. Y ya, que una foto sea una foto aun terminando en o, y un panda no una panda aunque termine en a, y un lápiz y una linterna sean él y ella, ¿quién puede aceptarlo? ¿Hay algo de masculino en un gobierno, en un termómetro, en un salvoconducto, en un trigal, en un descampado?
Cuando yo era niño observaba que el género de algunas palabras contenía un sentido de clase. A los olivos la gente que trabajaba en ellos y dependía de ellos les llamaba -les llama- las olivas. Si oíamos a alguien decir “olivo” era que tenía más dinero que nosotros, algo por lo demás nada difícil, igual que si alguien decía “mamá” en vez de “mama”, o desayunar en vez de almorzar. Los ricos decían navidades, y nosotros pascuas. Del calor hablaban los locutores de la radio, y luego los de la televisión. Nuestros padres decían “la calor”, y si la cosa era extrema, “las calores”. Pero también la gente que vive del mar o muy cerca de él lo llama “la mar”. Y qué distinto es el fresco de la fresca.
Ahora lo que cabe decir es que hace muchísima calor. Si me pongo a escribir a mano la pluma se me escurre entre los dedos sudorosos. Prácticamente me tengo que empujar a mí mismo al portátil para escribir un artículo. Hace un calor tan seco como del desierto de Mojave, como de esos valles abrasados en los que se inventaron las terribles religiones monoteístas. Si fuera húmedo sería un calor de obra de teatro de Tennessee Williams, de esas novelas de García Márquez en las que los personajes están siempre “ensopados”. Llegó un momento en que empecé a pensar que a esas novelas les habría venido bien un poco de aire acondicionado.