No había caído en lo del aniversario. Como el tiempo de la vida parece que va cada vez más rápido, en cuanto te descuidas han pasado al menos cinco años. Antes, en un período equivalente, pasaba un año, dos como máximo. En cualquier caso escribir aquí y leer a los amigos e intuir la presencia de los que se asomansin decir nada es un hábito que se vuelve más placentero en este comienzo de la temporada del pantalón corto, la camiseta y la alpargata, sin grandes obligaciones, con más tiempo libre de lo que es habitual, con una apetencia todavía mayor por las queridas aficiones: aficiones lectoras, musicales, ciclistas, caminantes; y también, claro, todas las demás: las cañas bien frías, las medianoches al raso esperando el fresco que no llega, la brisa que anima los árboles en la oscuridad, las salamanquesas bocabajo, apostada junto a la claridad de la farola a la que acuden los insectos, la noche intemporal de verano que es de ahora mismo y de la niñez, del presente y el pasado.
Hablando del pasado, me llama la atención que una época tan arrogante en su modernidad sea tan proclive a la nostalgia. Cada día hay en el periódico, en la radio o en la tv alguna rememoración del concierto de los Beatles en la plaza de las Ventas de Madrid, hace 50 años. En 1965, cuando llegaron los “cuatro melenudos de Liverpool”, como escribió en una de sus primeras crónicas juveniles L. Quesada, ¿habría sido imaginable que alguien reviviera con nostalgia un concierto de 1915? Efectos ópticos de las lejanías en el tiempo: por qué será que nos parece que entre ahora mismo y 1965 hay mucha menos distancia que entre 1965 y 1915. Y más raro todavía pensar que la Olimpiada del 92, por ejemplo, está más lejos ya para nosotros que el fin de la II Guerra Mundial para los que se acordaban de ella en 1965.