Y Sevilla

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El sábado, con un calor de horno de ladrillo babilonio, como el que decía Herman Melville que hace en Nueva York –“a Babilonian kiln”- estuvimos en Espartinas, provincia de Sevilla, en un encuentro de los clubes de lectura alentados por las bibliotecas municipales de la comarca del Aljarafe. En el salón de actos no se oían bien los micrófonos y había un rumor de fondo de gente abanicándose. Me hizo una entrevista pública la bibliotecaria Chary Arbolí, hermana de nuestra amiga sevillana y neoyorquina Carmen Arbolí. Hablamos de las novelas mías que han estado leyendo en los clubes: Sefarad, El viento de la Luna, El jinete polaco, Como la sombra que se va. Cuántas páginas puede acabar escribiendo uno se se dedica a diario a este oficio bello e incierto. Una frase, una página, un capítulo terminado, un libro. Siempre parece mentira. La conversación fue grata y fluida, a pesar de los acoples del micrófono, y se respiraba la atención de un público que en la mayor parte de los casos llegó tarde y con dificultad a la lectura, pero precisamente por eso disfruta todavía más de ella, con una perspicacia, una entrega y una generosidad que se encuentran muy raramente en los ambientes en principio más cercanos a la literatura: los departamentos universitarios, los medios. Hay en estos lectores, lectoras mayoritariamente, aunque también muchos hombres, un hambre por descubrir, por reconocerse en lo que leen, por asomarse a otras vidas y otros mundos. Se veía con claridad el efecto que los libros tienen en sus vidas. Mirando esas caras de jóvenes ansiosos por salir al mundo, de personas mayores marcadas por el trabajo y el tiempo, pensaba en todo lo que hace falta, aparte de escribir, para que exista plenamente la literatura: bibliotecas públicas, escuelas públicas, tiempo de ocio sin penuria ni angustia -justicia social. Entre tanta gente afectuosa me alegró saludar a María Isabel Cintas, la biógrafa y rescatadora principal de Manuel Chaves Nogales

Después volvimos a Sevilla y nos alimentamos de cañas y tapas al pie de barras memorables y de helados. Platos formales en mesas de restaurantes tienen una equivalencia con la prosa: las tapas, las cañas, los helados, los cafés, son la poesía de la alimentación. En la Cuesta del Rosario -sólo en una ciudad tan plana y benévola para el caminante como Sevilla se les ocurre llamar a esa ligerísima prominencia cuesta- me tomé un helado de leche merengada que era una breve obra maestra.