Fui a ver al cuarteto Quiroga, que tocaba los stradivarius del Palacio Real, cuatro rarezas históricas que se conservan en vitrinas como tesoros antiguos. Los instrumentos tan valiosos, el espacio tan solemne, contrastaban con la juventud de los músicos, tres hombres y una mujer, la violoncellista, cuatro talentos confabulados para practicar y celebrar la exigencia máxima de una música en la que todo es concentración y síntesis, y atención milimétrica a lo que toca el de al lado. Hicieron un programa muy estimulante, también muy imaginativo: un cuarteto temprano de Haydn, la Oración del torero de Joaquín Turina, y para terminar el cuarteto de Ravel, del que precisamente me acordaba yo aquí hace unos días, porque suena en algunos momentos de El Sur.
Nada me provoca más admiración que el talento esforzado y entusiasta, sobre todo si es un talento de gente joven que hace lo que ama a pesar de las dificultades, a pesar de esa indiferencia hacia el saber y hacia lo bien hecho que es tan frecuente en España -en los poderes públicos desde luego, pero también en una parte de la ciudadanía. A pesar de todos los pesares los músicos del cuarteto Quiroga se están haciendo una extraordinaria carrera internacional.
Dulzuras de la vida española: después del concierto nos tomamos unas cañas con ellos, en el anochecer templado, en una terraza desde la que se el horizonte del Guadarrama, cerveza y patatas fritas y conversación animada, anécdotas de conciertos, quejas sobre las dificultades de la educación musical en España. Nos dicen que a esos instrumentos tan antiguos hay que despertarlos, poco a poco; que si no se tocan se quedan dormidos, acaban muriéndose, refractarios al sonido. El poema del arpa de Bécquer, que nos parecía tan vaporoso, resulta de una gran precisión.