Ulysses, o Ulises, de nuevo: esa montaña prometedora y amenazadora de la literatura, rodeada de la leyenda de su dificultad, cargada con todas las significaciones y todas las mayúsculas, positivas y negativas, que se le han ido añadiendo desde su publicación, incluso desde bastante antes, porque la novela ya tuvo su leyenda mientras se escribía. Para evitar vaguedades, contaré mi experiencia de lector. Cuando era estudiante compré la traducción de José María Valverde que publicó Lumen, allá por la mitad de los setenta, cuando tanta literatura, tanto cine y tanta música nos llegaban de golpe y andaba uno entre ebrio y mareado y perdido, con el vértigo de la libertad tan luminosa y tan frágil, tan angustiada de amenazas, tan cercada por salvadores con pistolas, con capuchas o tricornios.
Leí los primeros capítulos y me gustaron mucho. Me gustaban sobre todo, igual que ahora, las divagaciones y las caminatas del señor Leopold Bloom, más que los retorcimientos intelectuales, tan adolescentes todavía, de Stephen Dedalus. Pero no seguí leyendo, porque tenía muchas más cosas entre manos, y también porque me cansaban las notas sobre la traducción. Cada capítulo de Ulises está escrito de una manera distinta, de modo que la dificultad varía mucho entre unos y otros. Hay páginas relativamente fáciles de traducir, y otras difíciles, aunque rara vez imposibles. Pero al ser una escritura tan poética, es decir, tan apegada a lo más vivo y específico del idioma, tan cargada de alusiones, hay mucho que se pierde sin remedio en la traducción.
Encontré una edición de segunda mano en inglés cuando llevaba algún tiempo viviendo en Nueva York. Me ponía a leer y unas veces me entusiasmaba y otras me exasperaba. Era la época en la que trabajaba en el Cervantes, y tenía muy limitado el tiempo de la lectura. Para apurarlo leía en el metro y en el autobús, sitios poco adecuados para cargar con un libro tan voluminoso y que requería tanta atención.
En el verano de 2006 me encontré gozosamente sin nada que hacer por primera vez en mucho tiempo. Había entregado una novela y había terminado mi compromiso laboral. El paraíso terrenal era una hamaca junto a una piscina, a la sombra de una higuera. Podía saciar toda mi hambre aplazada de lecturas. Leí Vida y destino, de Vasili Grossman. Cuando uno termina una novela así no puede continuar con cualquier cosa. Así que recobré mi Ulysses, a ver qué pasaba.
Fue una bomba. Una inmersión. Una orgía perpetua. Pero había necesitado toda mi vida de lector y todos mis años de estudio de un idioma que por fin estaba haciendo mío. Llegué al final e hice lo mismo que cuando terminaba de leer de niño La isla misteriosa: volví al principio. Esta vez volví con una edición crítica –“anotated student edition”- hecha por Declan Kiberd, que es la que sigo teniendo ahora, aunque también llevo otra en el Kindle, por si me da el capricho en un viaje.
Ulysses es una novela rabelaisiana y cervantina, no una de esas herméticas elucubraciones verbales, presuntamente inspiradas por ella, que parecía obligatorio escribir y leer(o decir que se había leído) en los años setenta. Es una novela hecha de percepciones sensoriales, burlas, chistes groseros, trances de luto por la muerte de una madre o un padre o un hijo, conversaciones de borrachos, reflexiones políticas, deseos sexuales, denuncias de la arrogancia imperialista y la estupidez patriótica. Como Cervantes, o Proust, o Shakespeare, Joyce tiene la virtud de ser inagotable: se vuelve nuevo con la familiaridad.
Pero no hay obras maestras obligatorias, y cada lector es el soberano absoluto de sus preferencias. Dubliners tiene una transparencia como de Chejov y no es menos honda que Ulysses. Yo nunca he podido pasar de la primera página de Finnegan’s Wake. Estoy convencido de que cualquier lector con vocación va encontrando en cada momento de la vida los libros que lo colman. Unos llegan muy pronto, otros tardan en llegar, otros no llegan nunca. Yo amo La montaña mágica, pero Doctor Faustus volvió a derrotarme el verano pasado…