El regreso es un ajuste lento, una convalecencia perezosa, algo indulgente: no salir de casa, andar a deshoras en pijama, dormir mucho o encontrarse despierto y lúcido un poco antes del amanecer, escuchando ese silencio en el que se escucha nítidamente un mirlo. Parece el mismo mirlo obstinado e insomne de cada uno de los regresos, a lo largo de los años, el que te da la bienvenida cuando llegas en invierno y es noche cerrada, y entonces parece que has llegado de incógnito, que has abierto la puerta con mucho cuidado y entrado furtivamente en tu propia casa. Ya es de día pero aún no ha llegado el sol al jardín. El rumor de la ciudad suena todavía lejano. El fresco vegetal de la primera hora de la mañana siempre me hace acordarme de la huerta de mi padre justo a esta hora, cuando sobrecogía lo intacto y lo silencioso del mundo. Llegué el martes por la mañana. He pasado dos días enteros de sonambulismo y vagancia. Es un estado muy propicio para no hacer nada y para escuchar música. Como leí la semana pasada Young Man with a Horn, de Dorothy Baker, que tal vez sea la mejor novela escrita sobre un músico de jazz -se publicó en 1938, y luego estuvo bastante olvidada- ahora oigo mucho al gran Bix Beiderbecke, que le sirvió en parte de inspiración a Baker. Sus solos en Singin’ the Blues son la felicidad. Beiderbecke influyó mucho a Lester Young, y después a Miles Davis. Lester Young decía que para tocar bien una canción hay que tener presente la letra. Ese es parte del secreto de un gran músico de jazz: en el instrumento está el sonido de una voz humana, su metal, su fraseo, sy acento.
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