Me acuerdo de las cartas que llegaban o que se escribían cuando yo era niño; cartas escritas muy despacio con letra tortuosa y palabras a veces mal separadas entre sí; con una caligrafía entre tosca y refinada, con elegancias de cursiva y a veces rabos fantasiosos, firmadas con rúbricas de gran vuelo, llenas de faltas de ortografía; cartas escritas en papel rayado, para que no se perdieran las líneas, con la mano áspera por el trabajo y poco hábil para sostener el bolígrafo; con la cabeza inclinada, la cara cerca del papel, en un gesto que daba un aire infantil a los adultos, como si se inclinaran sobre el pupitre de la escuela a la que nunca fueron, o en la que se quedaron demasiado poco tiempo, porque había obligaciones más urgentes que atender, el trabajo en el campo para los chicos, el cuidado de los hermanos pequeños y de la casa para las niñas.
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