Como es la época de las subastas, el periódico informa todos los días de los precios cada vez más altos que alcanzan ciertas obras de arte. Cuarenta y seis millones y medio por un rothko de 1953, un asombro de amarillo y azul; ciento setenta y nueve millones por un picasso, a mi juicio no particularmente memorable, parece que el precio más alto pagado nunca por una pintura. Cada vez hay más multimillonarios, pero el número de obras muy apetecibles para ellos permanece más o menos fijo, dice un experto en el New York Times, que también explica que los más ricos cada vez se enriquecen a más velocidad.
Soy muy aficionado al arte, pero cada vez me interesa menos la actualidad que trata de él: parece que ya todo se mueve entre el papanatismo y la trivialidad de la moda y la omnipotencia insolente del dinero. Por eso admiro más todavía a esos artistas que siguen trabajando en lo suyo, en una marginalidad casi absoluta, sin apoyo casi de nadie, sin obtener eco en los periódicos, donde toda la información tiende a tratar de eso, de la moda dictada por comisarios con maneras y caprichos de genios y del dinero.